Hay en nuestro vocabulario tres acepciones que vienen a referirse a las cualidades, calidades y atractivos que pueden y deben tener los ‘dirigentes políticos’, los ‘líderes sociales’ o los ‘conductores de pueblos’. Aquellos personajes que, desde antiguo, se pusieron al frente de sus conciudadanos para llevarlos a la prosperidad, a la victoria y la tranquilidad, gobernándoles con mesura y prudencia. Tres conceptos que parten de la misma raíz latina: ‘populus’; pero que están separados por una línea tan tenue que muy frecuentemente desaparece entre ellos; y las virtudes de unos se mezclan con los vicios de las otras hasta tal punto que resulta difícil distinguirlos y decantar con precisión quienes son ‘populares’, cuales son verdaderamente ‘populistas’ y cuales no pasan de simples y vulgares ‘populacheros’: ruidosos, vocingleros, exhibicionistas, pero sin cualidades para conducir a los ciudadanos ni para ostentar la confianza de los pueblos.

Ser ‘popular’ no consiste solamente en gozar de buena fama entre la gente ni en ponerlo en la cartela propagandística de un partido político. Ser ‘popular’ conlleva aceptar y secundar las aspiraciones de cualquier colectivo social y poner los medios - en la medida de nuestras posibilidades - para conseguirlos honestamente.

En la Roma republicana, se llamó ‘Partido Popular’ - partido del pueblo - a la facción de ciudadanos, fundada por Tiberio Sempronio Graccho y su hermano Octavio, para gobernar la Urbe con mayor equidad, con mejor justicia y compensando a la ‘plebe’ frente a los abusos, iniquidades y atropellos jurídicos de los ‘patricios’; que eran los que ostentaban el poder valiéndose del Senado, de las Legiones y de los Colegios Sacerdotales, que dominaban.

Hoy diríamos que el Partido Popular en Roma, eran ‘los de izquierdas’; los ‘plebeyos’, los de menores recursos, con los empleos más humildes y que solo contaban con la protección y confianza de los ‘Tribunos de la Plebe’, elegidos por ellos y para ellos.

¡Cómo cambian los tiempos!. Hoy el Senado sigue siendo dominado por los ‘Populares’, lo mismo que los colegios o colectivos sacerdotales, pero para fines bien distintos de los de entonces.

‘Populismo’, en cambio, es una palabra de reciente creación y de difícil comprensión; porque según los más conspicuos sociólogos, politólogos, analistas y comentaristas de las ‘tertulias televisivas’- los ‘tertulianos’, que nada tienen que ver con el inteligente y culto escritor cristiano de la Antigüedad - se puede aplicar a los grupos y partidos de izquierdas - no hace falta enumerar a los numerosos colectivos que reciben este calificativo de desprecio -; a los de derechas y ‘ultraderecha’, e, incluso, a los de ‘centro’ que se entusiasman ofreciendo ventajas, beneficios, nuevos derechos y libertades al pueblo, para obtener su confianza en las urnas; y luego olvidar todo lo dicho y prometido, a la hora de plasmar en leyes y ayudas aquellas “bienaventuranzas” de la campaña electoral.

Finalmente nos queda referirnos al ‘populacherismo’. A la actitud política que lleva a nuestros dirigentes por los trillados caminos del ‘chavacanismo’; de la vulgaridad arrabalera; con bailes simiescos sobre los tablados, gritos tribales y racistas, o rompiendo ante los grandes auditorios de mítines - en plazas de toros - las normas y comportamientos de la vida civilizada y de la educación social en uso.

La seriedad e importancia de la función política debería frenar el impulso “populachero” de los líderes más conspicuos.