En mi época de adolescente había tres procesiones emblemáticas. La del Entierro, a la que solamente iban los hombres; la del Silencio, que paradójicamente era exclusivamente para mujeres; y la del Nazareno. Ni que decir tiene que no había cine, ni bailes y los bares echaban cortinas sobre las ventanas y apagaban las luces durante los desfiles procesionales. Pero llegaba el domingo de Resurrección y todo cambiaba.

Comenzaba con la procesión del Resucitado. Salían el Cristo y la Virgen de distintos lugares y caminaban hacia la plaza, lugar en el que se producía el encuentro entre aplausos y con el fondo del himno nacional. Apenas tenía más espectadores que los mozalbetes y los niños con sus mamás. Desde el púlpito que había en la Torre de Bujaco lanzaba una perorata d. Elías, a la sazón párroco de Santa María. Al concluir daba cuenta del resultado de la rifa de un cordero que organizaba su parroquia. Como no pronunciaba bien la erre provocaba el jolgorio juvenil. Más de un año dijo: "La divina Pgovidencia ha queguido que este año el boguego le haya tocado a la pagoquia". De inmediato se oía un clamor: "Ha hecho tgampa. Tgamposo".