Hacer las leyes! ¡Legislar! Poner las normas que todos han de cumplir bajo penas y sanciones que provoquen temor al castigo. Hoy no hacen más que repetirlo los miembros del gobierno en sus mítines y entrevistas, para asustar y someter a los que no acepten sus imposiciones: «Las Leyes están para cumplirlas». «La democracia se sustenta en el sometimiento a las leyes…». «Los que se sitúan fuera de la Ley, solo merecen la cárcel…».

En los comienzos de la Historia, los encargados de promulgar leyes fueron los dioses, y se las confiaron a los emperadores, a los reyes o a los profetas. Así que conculcarlas llevaba aparejada la muerte y la condenación espiritual. Osiris dictó leyes eternas para que los faraones las hiciesen cumplir a sus súbditos, sirviéndose de los sacerdotes para que las interpretaran. Marduk se las dio a Hammurabi para los caldeos y babilonios; Pan las trasmitió a los emperadores de China y Yâhvêh se las entregó a Moisés para los hijos de Israel, concediendo a los rabinos la facultad de juzgar y condenar en caso de incumplimiento.

Si todos estos pueblos y gentes hubieran acatado la voluntad de los dioses, y las interpretaciones interesadas de sus colegios sacerdotales, la Historia ya no hubiese evolucionado ni las costumbres hubiesen cambiado a lo largo de los siglos.

Pero los pueblos mediterráneos entendieron que eran ellos, con su sola capacidad humana, quienes debían dar e interpretar las leyes: los arcontes en Atenas, los éforos de Esparta, los patricios, que formaban las curias y el Senado de Roma, etc.. Por esta idea ‘humanística’ sí que fue posible trasgredir las viejas leyes y crear otras nuevas; avanzando hacia metas más amplias, racionales y flexibles en la organización de la polis, de la urbs y la convivencia de los hombres libres.

Por supuesto, el cristianismo conservó en su cuerpo doctrinal la idea del ‘legislador divino’; herencia hebrea del judaísmo tradicional y la trasladó a la estructura política de sus monarquías feudales. San Agustín definió cómo debía ser la ‘Ciudad de Dios’- el ‘Reino Cristiano’ - a base de la propia ‘Ley de Dios’: una monarquía, con leyes fijas - mitad divinas y mitad humanas - y estamentos inalterables según la ‘Voluntas Dei’.

De nuevo la estructura política de la sociedad quedó esclerotizada por el cumplimiento de leyes rígidas, inspiradas en voluntades sobrenaturales; terribles para quien no las cumpliesen: la Santa Inquisición se ocupó de su interpretación y custodia.

Solo en la Era de las Revoluciones, el mundo occidental europeo desestimó definitivamente el ‘Derecho Divino’ como única fuente de la Ley y se implantó la división de poderes como norma para establecer un equilibrio entre los que hacían la ley - poder Legislativo -, los que la promulgaban y aplicaban - poder Ejecutivo - y quienes la interpretaban y juzgaban- poder Judicial -. Aunque, como dice el axioma castellano, “Quien hace la Ley, hace la trampa”. Indicándonos que los legisladores no proponen y promulgan leyes sin posibilidad de ‘saltarlas’ o ‘rodearlas’ impunemente; pues prevén que algún día deberán abandonar la impunidad de sus cargos y podrían verse imputados por las propias normas que ellos aprueban.

No creo necesario subrayar los numerosos casos de diputados y senadores que exigen el estricto cumplimiento de las leyes a sus oponentes y luego ellos conculcan las que están vigentes: véase, por ejemplo, lo que pasa con la Ley de Memoria Histórica y su tratamiento por los responsables del gobierno.