Durante estos días, un número cada vez mayor de alumnos y padres de alumnos se dedican al nada arriesgado y a veces lucrativo negocio de reclamar las notas que han merecido los esfuerzos de la muchachería. No es arriesgado porque en ninguna ocasión se han bajado las notas, aunque hubiera sido muy justo. Y es lucrativo porque a veces se obtiene la recompensa inicialmente solicitada.

Puesto que la naturaleza humana es sorprendente, y la de los alumnos y sus padres mucho más, hay quien no está contento con el uno que le han puesto, pues ceros ya no se reparten, y pretende llegar al cinco. Aunque más abundantes son los que ansían ver convertido un cuatro en el mágico cinquillo. Pero estas pretensiones son propias del populacho. Un inspector debe aspirar a más. Es lo que le ha sucedido a un compañero que no se caracteriza por su rigidez precisamente. Porque un inspector, de educación, conste, papá de un alumno, le escribe una carta ofensiva y hace todo tipo de reclamaciones hasta llegar a la instancia suprema, que es ´su casa´, la inspección, para que le suba ¡de un siete a un ocho!

Y no es que esa subida le beneficie para obtener plaza en una carrera determinada. Será una cuestión de honor. Porque un papá cualquiera solamente sabe distinguir entre el cuatro y el cinco, pero un papá inspector conoce las últimas teorías sicopedagógicas y es un experto en el reparto de la justicia como se demuestra, año a año, con ocasión de las interinidades y comisiones de servicio y en las oposiciones, de manera que tiene datos suficientes como para saber que entre un siete y un ocho está en juego la autoestima de su hijo, y de toda la familia, y que se ha cometido una injusticia.

Si un inspector de educación te llama injusto y te desautoriza por un ocho, imagínate lo que puede hacerte un profano por un cinco.