La enrevesada actualidad judicial de «tramas», corruptelas, tribunales y sentencias que invade a España, exige al ciudadano una mínima reflexión en profundidad, si quiere comprender el ruido ensordecedor de la «mascletá» política que estalla a su alrededor, y que tiene que pagar con el sudor de su frente; es decir, con sus impuestos. En el país en el que la gente común suele tener por cierto que «Quien hace la ley, hace la trampa», es muy difícil mantener que el Poder Judicial -como escribió Montesquieu en su Espíritu de las Leyes- tenga que ser independiente, autónomo y dedicado exclusivamente a garantizar la correcta aplicación de la Justicia, para sancionar adecuadamente a quienes la perturben, la incumplan o pretendan burlarse de ella.

La experiencia histórica que arrastramos los españoles desde hace siglos es que «¡Quien manda, manda!... y cartucho en el cañón». Pues en cada código -desde los más antiguos conocidos- en cada «Partida», en cada «Privilegio» o en cada Decreto; el Derecho Penal y el Civil se han ido enredando con el Procesal para definir capciosamente los delitos y sinvergoncerías de los poderosos; amontonando las pruebas de sus procesos para anularlas de golpe; según las variadas clases de atenuantes, plazos de prescripción, abolición de pruebas, etc. O bien con absoluciones, indultos, condonaciones o eximentes establecidos en el interlineado de las Gacetas o Boletines Oficiales; junto a un montón de garantías procesales y de causas atenuantes que puedan paliar las condenas de los reos más influyentes, o sobreseerlas. Manteniendo, en cambio, todo el rigor de la ley cuando se aplique a los desaprensivos que se atrevan a desoír a la autoridades, criticándolas o haciendo chistes sobre lo que ellas determinen.

¡Nadie está por encima de la ley! Repiten los gerifaltes de turno. Excepto aquellos que pueden cambiarla o distorsionarla, para ponerla a su favor.

Nadie puede criticar los nobles principios que hacen de la Justicia española modelo a seguir y meta de muchos condenados para cumplir en ella sus condenas; pero lo que sí levanta rechazo y desconfianza de la ciudadanía es ver cómo una serie de enredos y «recovecos» de «leguleyos» y «pica pleitos», obligan a los magistrados a sobreseer causas de flagrantes delitos -normalmente por irregularidades económicas, fiscales, empresariales o administrativas -; desestimar pruebas, rebajar penas o anular todo el proceso. Singularmente, en caso de que el procesado sea aforado, adinerado, influyente o de la «casta» que disfruta de excepcionalidades personales; escapando así de los preceptos y condenas que afectan por igual a la generalidad de los ciudadanos.

Las leyes las hicieron ellos: los representantes de estos ciudadanos; y las primeras que redactaron, ya en la Constitución, fueron las de «aforarse» y «forrarse» para evitar molestas imputaciones, acusaciones y procesos ante los Tribunales Ordinarios. Pero son precisamente estos Tribunales los encargados de frenar la avalancha de corruptelas, desmanes y abusos que llenan diariamente los telediarios; provocando cierto estupor y mucho «escozor» entre los ciudadanos honestos; a quienes les gustaría que, de vez en cuando, sus representantes dijeran la verdad y se comportaran con honestidad..