El pregón abrió anoche la Semana Santa cacereña, una semana que ha llenado los hoteles de la ciudad, engalanará de colorido y sentimientos cada una de las calles de la parte antigua, descubrirá el amanecer sobre el adarve y acallará a toda una multitud.

Esta es la nueva Semana Santa cacereña, la de interés turístico nacional, la del acomodo en graderíos en la plaza Mayor, la de las friegas con algodón mágico en los relucientes cascos romanos, la de la suntuosidad y el orden.

Atrás quedaron las correrías infantiles en busca de insólitos atajos, la clausura de los bares en Viernes Santo, el potaje cuaresmal o los cirios de cera.

Cáceres se hace más solemne si cabe para celebrar lo que siempre ha conmemorado. Cierto es que la religiosidad cede terreno a la espectacularidad, pero la Semana Santa consigue que el mensaje evangélico, auténtica génesis de la fiesta, movilice a toda una ciudad.

Paso a paso, tirios y troyanos, cacereños de pre y pro, concentrados y denunciantes, imputados y liberados, vencedores y vencidos, pacifistas y belicistas, policías y ladrones, blancos y negros, fieles e infieles, callados y bulliciosos vestirán la túnica que los hace iguales por unos días. Es nuestra Semana Santa, la de la corneta y el capuchón, la del silencio y la abstracción.