En la ciudad feliz no hay ricos ni pobres, sino gente que es de buena familia o que es de una familia simplemente decente. Cuando una madre pide referencias sobre la novia nueva de su hijo, no importa tanto si estudia ingeniería o peluquería o si vive en un chalé de 90 millones o en un piso de 15. Lo que de verdad cuenta es si pertenece a una buena familia.

En realidad, el pedigrí cacereño tiene grados y uno puede ser de buena familia, de buenísima familia o de una familia estupenda, que es lo máximo y el pasaporte para ser aceptado en pandillas y tertulias postineras de club social.

El bombo y ´catetolandia´

Ser de una familia estupenda no lo marca la nómina. Tampoco hace falta tener título para que te cataloguen como de buenísima familia. Bastan los pequeños detalles. Por ejemplo, que tu madre jugara al rescate en los años 60-70 en los alrededores del bombo de la música de Cánovas. ¡Pero cuidado!, siempre del bombo hacia abajo, nunca hacia arriba, porque entonces entrabas en los pantanosos terrenos de catetolandia y tu reputación corría serio peligro.

La ciudad feliz era la única capital española conocida donde sus habitantes pijos, o sea, de buena familia, no se andaban con eufemismos y llamaban a su paseo preferido cursi , sin ambages ni paños calientes: discurría entre las Hermanitas de los Pobres y la esquina de la avenida de la Montaña. Enfrente, en Cánovas, estaba catetolandia , el paseo de quienes eran de familia normal y decente, pero no buena ni estupenda.

Catetolandia era sólo el paseo exterior de Cánovas, porque en el interior, del bombo a la fuente luminosa, daban sus primeros pasos los precursis de 12-13 años, que se convertían en cursis completos a los 15 y hoy, ya cuarentones, son cacereños de buena familia.

Un cacereño de buenísima familia escucha al pasar por la avenida de España una especie de llamada de la selva, un instinto casi salvaje que lo lleva por las rutas decentes de lo estupendo. Así, nunca cruzará en diagonal del semáforo del bombo de la música al de Coliseum o viceversa, aventurándose por los territorios de catetolandia , sino que pasará en línea recta de la acera de los pares a la de los impares.

Y el ayuntamiento, que está regido por hijos de familias estupendas, mantiene las tradiciones y ha colocado los mejores columpios de la ciudad (suelo mullido, maderas nobles, jueguecitos chic) en la misma zona donde los concejales jugaban al rescate hace 40 años: en la parte baja del bombo. De esta manera, las esencias se mantienen, la tradición se conserva y las buenísimas familias mantienen sus espacios, sus asideros y sus costumbres.

Resulta curioso observar cómo los inmigrantes, los indigentes y las familias que no son estupendas, sino sólo decentes, intuyen los matices sociales de Cánovas en cuanto llegan a Cáceres. Por eso, los columpios del llamado parque de abajo no tienen tanto glamur como los del bombo.

En una ocasión, con motivo de una ayuda gubernamental por tener hijos, entrevisté a madres de unos y otros columpios y las de abajo eran trabajadoras de Induyco, paradas o asalariadas, mientras que arriba menudeaban profesionales liberales, amas de casa con chica de quieto y enseñantes.

Las inmigrantes, que se juntan en Cánovas, pronto aprenden que su territorio son los bancos de arriba o de abajo y no ocupan tanto los centrales. Mientras que a ningún indigente se le ocurre pasar la noche en los bancos del entorno del bombo musical. Prefieren para dormir, y hasta para morir, los del parque de abajo, territorio del pecado en los 70, adonde los hijos de las buenísimas familias acudían a escondidas y sólo con motivo de besos furtivos y caricias secretas, no fueran a ser vistos y perdieran una reputación que mantienen medio siglo después.