En enero de 1597 se recibía en Cáceres una notificación de la corona que dictaba una serie de normas para que los pobres y mendigos de la villa, pudiesen disponer de albergues donde dormir y recibir una educación religiosa que los convirtiese en almas piadosos. La pobreza y la marginalidad aparecen como una de las señas de identidad de nuestro Siglo de Oro, en una España imperial, en cuyos confines no se ponía el sol, pero dejaba que sus vasallos muriesen de hambre y enfermedades de todo tipo.

La España de la empresa americana y la Contrarreforma, era también la de las bancarrotas y los desheredados. Cada periodo de sequía y malas cosechas, cada guerra dinástica o religiosa, daba paso a un aumento considerable de personas que se echaban a los caminos para vivir de la caridad o morir en el intento. Las grandes ciudades de la corona como Sevilla, Valladolid o Madrid, se enfrentaban a verdaderos pelotones de pobres que pasaban a engrosar el mundo de la marginalidad en todas sus formas y maneras, ya se encargaría la novela picaresca de guiarnos por los caminos de los excluidos sociales y sus modos de buscarse la vida, muchas veces al margen de la ley, lo que generaba un serio problema para las autoridades.

Para poder disfrutar de los privilegios que otorgaba el estar clasificado como pobre, se exigía que a cada uno de ellos se le hiciese una ficha personal, donde debían figurar su nombre y apodo, la naturaleza, la edad, las señas corporales y si es soltero o casado y que hijos tiene, con la edad y señas de ellos. Una vez fichado, el pobre podía ejercer la mendicidad en la villa durante un año, a contar desde Pascua de Resurrección. Los que no estuviesen registrados, tenían prohibido mendigar por las calles y en caso de no cumplir con ello, serían castigados con diferentes correctivos, que van desde los trabajos forzados hasta la aplicación de las penas de vagamundos, que los podían conducir al ejército o a galeras.

Cuando lo pobres se encontraban identificados y se sabía quienes eran, había que dotarlos de un documento que les sirviese de credencial, en este caso se trataba de un rosario, que debía aportar el pobre, al que se le unía una medalla en cuyo anverso debía aparecer una imagen de la Virgen y en el reverso el escudo de armas de la villa donde hubiese sido registrado. Este rosario se tenía que mostrar ante la autoridad, aunque el pobre «sea ciego, cojo, manco o tullido». De esta manera, podían situarse en las calles principales de las poblaciones o en las puertas de templos y conventos, para que la caridad y la limosna les pudiesen permitir no morir de hambre, en el mejor de los casos.

La creación de albergues para recluir a la masa de pordioseros y pedigüeños que el sistema generaba de forma permanente, se acabaría quedando en una propuesta que no gozó ni del apoyo del concejo cacereño, ni de la inversión que estos lugares necesitaban para poder acoger a familias enteras que vagaban por los caminos en busca de un mendrugo de pan y poco más. La corona mostraba, con ello, su nula capacidad para erradicar la pobreza y la miseria, en un tiempo histórico donde privilegios y riqueza eran parte importante de los desequilibrios sociales.