La del alba sería, mientras las turbas etílicas de nocherniegos asomaban a Hernán Cortés desde los bajos de La Madrila, cuando Juan G. M. y un servidor partimos hacia el perfil de La Villuerca y los aires de Cañamero y Guadalupe. No puedo reprimir un quedo lamento de melancolía cuando me acerco a ese rincón de la provincia y, por fuerza, evoco aquellos ejercicios espirituales que disfrutábamos, una vez al año, en aquellos días de adolescencia y estudios franciscanos. ¡Qué caramba! Lo de menos era la salvación de nuestra pérfida alma y lo demás el libre fumeteo y las sabrosísimas comidas con que nos alegraban el paladar los buenos frailes del Monasterio.

Dejemos ahora "recuerdos de niñez y mocedad" y volvamos al menguado presente. A Truxiello se llega ahora en autovía en un cerrar de ojos. Madroñera, Herguijuela (Arguijuela, Igrejuela, Eclesiola), Zorita, Logrosán y ese promontorio inexplicable en medio del llano. Cañamero, y allá al fondo, La Villuerca y Las Villuercas.

En el bar de costumbre, los cazadores cañameranos o cañamerenses (¡qué manía con los trajes de camuflaje!) y un buen plato de migas con torreznos, pimientos, ajos, y un apetecible huevo frito. Sorteo y ¿dónde nos ha tocado?: En la cuchilla de la Sierra del Pimpollar.

Ya se llega, a cuatro pasos del puesto, montado en uno de estos cochazos todoterreno como el que oye cantar. Y allí arriba, desde el magnífico otero al que nos había llevado la diosa Fortuna, el dios Eolo, furioso y enérgico, nos zurró la badana de lo lindo durante las tres o cuatro horas que duró el monteo.

"¿Y aquella cordillera cual es, Juan?" "Sierra de Pela"; "¿Y aquella otra?" "La Siberia"; "¿Y ese valle tan largo?" " La vega del Guadiana y Medellín"; ¿Y ahí detrás" "Guadalupe y más allá Alía, y alfil y al cabo todo esto son estribaciones de los Montes de Toledo". Mientras nos embebíamos mirando, oteando y columbrando el infinito horizonte que se divisa desde las alturas de la Sierra del Pimpollar, en la vega del Ruecas el tiroteo a la caza retumbaba por callejones y rañas.

"Oye, ¿y esos corrales derruidos que hay ahí a dos pasos, qué son, un castro?" "No, son lo que queda de nidos de ametralladoras de la Guerra Civil" "¡Córcholis! Pero si tenemos aquí la mismísima memoria histórica, esa que dicen. Voy a ver si queda por ahí el espectro de algún soldado y me cuenta algo de aquello". "Déjate de enredar y atiende".

"!Juan!, ahí viene un ciervo ¡anda con él!". ¡Bum!

A nosotros la montería nos gusta mucho, pero esas montañas, esos horizontes y tantas historias de ámbito tan inmenso y entrañable nos distraen el furor montero. Tan es así que, en un momento, algo avanza por el jaral y yo lo espero con la escopeta de Juan en las manos. Cuando el venado asoma al acero no le disparo y huye después de que el rifle del vecino le largara tres trallazos al aire.

Media la atardecida cuando, luego de algo de cháchara en el moridero de las capturas con los conocidos, nos calentamos el frío de la ventolera con un café y emprendemos el camino de regreso.

Allí quedó el paraje donde el oso mató a Sancho Fernández. Allá las brañas donde el Onceno monteaba a su albedrío y allí el grácil tintineo de la fuente del claustro gótico del Monasterio, donde dejamos un jirón dulcísimo de nuestra memoria.