El día en el que Felipe González aceptó ser consejero de una empresa algo comenzó a romperse definitivamente en el corazón de muchos militantes y votantes socialistas. ¿Eso era la socialdemocracia? La suya no, desde luego, pero era un síntoma de lo que había acabado por ser el ilusionante proyecto del 82. Eran los mismos militantes y simpatizantes que habían tragado con la reconversión industrial, con las diversas reformas laborales que incluso les habían llevado a participar en una huelga general, que habían asistido al ascenso socioeconómico de la gente guapa del PSOE, que un partido que se declara laico consagrara los privilegios de la Iglesia Católica, que hubieran preferido que Zapatero dimitiera antes de cambiar su política y comenzar con los recortes, que no entendieron el techo de gasto, que vieron cómo Podemos se apropiaba de muchas de las reivindicaciones tradicionalmente propiedad de los socialistas y que acabaron de comprender que sus dirigentes les habían traicionado al rendirse a las presiones y dar paso a un gobierno del PP. Muchos de los responsables de estos sucesos apostaron por Susana y ese bagaje y el apoyo mediático le ha costado la elección porque todo eso era lo que los militantes no quieren que sea el PSOE. Se ha demostrado que la vieja guardia y los barones no tienen el poder del que presumían y que no conocen a la militancia, cosa que no debe extrañar pues se han cuidado de rodearse de una cohorte de estómagos agradecidos mientras mataban a las agrupaciones y callaban las voces de los afiliados y simpatizantes. Desde su fundación en el socialismo español han existido dos tendencias que cuando han sabido convivir han dado ubérrimos frutos pero cuando se han enfrentado visceralmente han acabado incluso en guerra civil. Esa convivencia está en cuestión ahora porque la base social que sostenía al partido percibe que el PSOE que ha perdido este encuentro no es el instrumento que les saque de su delicada situación. ¿ Los militantes han sido populistas o coherentes? Y mañana Dios dirá.