Con 9 años Vidal Arias se vino de Talaván a trabajar a Cáceres. Lo hizo en La Salmantina, una pastelería que Juan García, procedente de Candelario, montó en un local que la familia Castellano tenía en la plaza Mayor. La pastelería era pequeñita, con un mostrador de frente y un escaparate con hornacina. Juan instaló en Santa Gertrudis su obrador, que disponía de batidora y una refinadora manual. En el patio se encontraba el horno de leña y al lado una habitación pequeña para la leñera.

Años estuvo Juan yendo y viniendo con sus pasteles del obrador de Santa Gertrudis a la tienda de la plaza hasta que en 1946 abandonó ese local, en el que Luis Hernández Gil abrió una tintorería, y adquirir metros más arriba, en lo que hoy ocupa la Cafetería Cáceres, su definitiva Salmantina, un recinto de 180 metros cuadrados que previamente fue la tienda de tejidos de los Pérez antes de que éstos se fueran a Pintores.

«Tienes que ganarte la vida», le dijeron a Vidal sus padres, y Vidal, inteligente y precoz, empezó puerta a puerta a buscar un empleo, que encontró en La Salmantina. Allí entró como aprendiz hasta que se convirtió en un maestro pastelero desde la base, seguramente por esa capacidad que tenía Vidal de conseguir hacer magia con la harina, el huevo, la leche y el azúcar. De manera que no tardó aquel muchacho en montar su propio negocio. Lo hizo igualmente en la plaza Mayor, metros más abajo de La Salmantina, en el año 1952, en un espacio propiedad de dos hermanas que antes había sido una carnicería. Fue además Vidal un adelantado a su tiempo porque vendía dulces para diabéticos haciendo gala de su compromiso con la asociación que los representaba y a la que pertenecía.

Cuando Vidal conoció a Catalina Rebollo se enamoró perdidamente de ella. Pertenecía Catalina a una de las familias de hortelanos más reconocidas de Cáceres. Los Rebollo vivían por Villalobos y eran vecinos de los Periquenes, los Pájaros, los Vela (esa señora tenía una fortuna enorme), de los Poleo, los Dicanes, los Viera, que tenían un taller de cerrajería, los Montero, que eran carniceros, los Cacharro, el Rosquilla, y los Domínguez Beltrán (Juan y Eulalia), que se dedicaban a cobrar las propiedades de los Iglesias.

Era Catalina la mayor de 10 hermanos. Una muchacha que aprendió a coser en la Singer, que estaba en la esquina de abajo de los portales de aquella bellísima plaza Mayor que un día tuvo Cáceres y que no era solo bella por su bella fisonomía, lo era porque era el centro neurálgico y comercial de la capital. Había en la plaza y su entorno montones de ultramarinos y en todos ellos largas colas compuestas por pequeños y mayores, que si cola para la comida, que si cola para el picón, que si cola para el carbón, que si cola para una bobina de hilo... Y muchas cartillas de racionamiento con las que tu madre te mandaba a comprar el azúcar moreno y cuando dejabas el azúcar encima de la mesa, el azúcar caminaba a solas de las hormigas que había dentro.

Vidal y Catalina tuvieron dos hijas, la primera, Isabel, la segunda, Jacinta, que reside en Madrid. El matrimonio vivía en la calle San Felipe, muy cerca de Obispo Galarza, donde montaron su obrador. Durante años estuvieron subiendo y bajando en cajas de madera la mercancía hasta que en 1982 Vidal compró el edificio de la plaza para poder dedicar una de sus estancias a la elaboración de pasteles. A su negocio lo bautizó con el nombre de su primera hija, Pastelería Isa.

De las dos hijas de Vidal, fue Isabel la que continuaría la estela de esa empresa familiar, aunque previamente montó una tienda de ropa infantil y lanas en la calle Gómez Becerra que se llamaba Crisnoel. Pero a Isabel le tiraba la pastelería y no tardó en convertirse en una digna heredera de su padre. Tanto es así que dejó el pabellón muy alto y se hizo mundialmente conocida. Isabel se casó con José Luis Minguez, que se dedicaba a los pulimentos. Resultó que un día Vidal encargó a José Luis que puliera el suelo del obrador. Allí se conoció la pareja, que se casó y tuvo dos hijos: Noelia y Luis Vidal.

Es ahora Noelia la que se dedica a este negocio, de los pocos de Cáceres que tienen a sus espaldas tres generaciones familiares llevando el timón de la pastelería más antigua de la ciudad. El secreto lo explica Noelia con la tienda a rebosar de clientes en esta mañana de diciembre: «Aquí todo es confitería tradicional y artesana porque preferimos dar calidad ante todo». Entonces los ojos y el estómago no pueden resistirse a la grandeza de unas vitrinas repletas de bollos suizos, magdalenas de aceite de oliva, pasteles o las famosas bambas que enamoraron al director de cine Pedro Almodóvar cuando cada mañana las saboreaba camino del colegio San Antonio desde la pensión donde vivía en la calle Postigo y que estaba junto a una taxidermia. Eran los años 60 cuando las aulas de quinto y sexto de bachillerato acogieron al alumno Almodóvar, que superó la reválida y consiguió mejorar sus calificaciones durante su estancia en la ciudad cacereña. Aquí formó parte de grupos musicales, jugó al baloncesto y demostró unas grandes dotes escénicas, según recuerdan a menudo sus amigos de la infancia como el cantante Paco Martín, entre ellos.

Pero no solo Almodóvar ha pasado por este mítico obrador: Bertín Osborne, Chiquetete y uno de los últimos, el líder de Ciudadanos, Albert Rivera, se suman a un larguísimo listado de forofos. Y es que Pastelería Isa es toda una institución en Cáceres: sus exquisitos buñuelos de viento, chocolate, nata, crema y cabello de ángel. Sin olvidar el hueso de santo tradicional con baño de crema, cubierto con azúcar que, resumiendo, es una delicia.

Qué decir de los polos naturales. Noelia recuerda cómo su abuelo mandó hacer unos moldes especiales para dar forma a aquellas complacencias de zumo de limón, tan naturales que no era raro toparse con un pipo del exquisito cítrico. También los hay de fresa, vainilla y chocolate. Isa hace igualmente helados artesanos de vainilla, turrón, café con piñón, chocolate y nata.

Es Cáceres, gracias a esta pastelería, una de las pocas ciudades españolas que mantiene viva la tradición de regalar mojicones a las madres que dan a luz, costumbre inmemorial según la cual las parturientas recobraban la fuerza y el vigor, y que aún hoy tiene tanta repercusión que es rara la semana que desde Isa no se envían lotes de mojicones a Madrid, Galicia o Melilla. No es de extrañar, porque es una maravilla para el paladar este bizcocho fino sin relleno, y tan esponjoso que suele decirse que para un buen mojicón siempre necesitas dos cafés: uno para ti y otro para él porque ese dulce se lo chupa todo.

Noelia y su hermano atienden con mimo y devoción. «Queremos que con esta tercera generación todo siga igual y que nos salga todo estupendamente. Ahora hemos puesto café y chocolate para llevar», dice Noelia mientras sirve bandejas a una clientela siempre agradecida.

La vida en la plaza Mayor continúa y uno no puede por menos recordar con nostalgia lo que fue la ciudadela, con La Parada, ¿se acuerdan?, un bar que llevó Felipe Berjoyo y que antes fue propiedad de Juan José Redondo Pérez, que era tío de Bernardo Pozas. La Parada estaba en los arcos, en lo que posteriormente fue El Miajón. Se llamaba La Parada porque allí paraban muchos coches de línea de la provincia, que iban a La Cumbre, a Sierra de Fuentes... los del Casar no, porque los del Casar tenían un servicio en la calle José Antonio.

A aquellos coches los llamaban popularmente las rubias, eran coches de madera, unos descapotables, otros no, y algunos disponían atrás de una especie de ‘balconcinos’ semejantes a las carretas del Rocío. Las rubias llegaban de los pueblos cargadas de paquetes, que luego se guardaban durante unas horas en la bodega de La Parada. A veces los viajeros venían a Cáceres de compras y también utilizaban el bar a modo de consigna.

Allí hacían tencas fritas y en escabeche, callos, gambas a la plancha y rebozadas, y redondo si lo encargaban. Había vino de pitarra de Valdefuentes y buenos clientes. A veces iban los quintos y siempre llegaban cantando. «Muchachos, aquí no se canta», les decía Felipe con una sonrisa. Y los quintos preguntaban: «Felipe, pero recitar se podrá ¿no?». «Recitar, sí», respondía Felipe. Y lo quintos recitaban y recitaban las letrillas de las canciones antes de irse al servicio militar; y todos reían a carcajadas.

La bandeja

La Parada era otra reliquia de esa antigua plaza Mayor, con su bandeja cargada de romanticismo, sus palmeras grandes y sus baldosas portuguesas donde los muchachos jugaban al corro, con los patines, y donde Tomás, hijo de Felipe, cogía un tizón y, como dibujaba tan bien, cada tarde silueteaba junto a los urinarios (donde ahora está la Oficina de Turismo) la figura del Guerrero del Antifaz. «¡Que viene un coche por la Gran Vía!», le gritaban a Tomás, y Tomás se apartaba, pasaba el coche y Tomás volvía a su puesto, muy tranquilo, porque los coches pasaban entonces cada media hora, no como ahora que lo de los coches es de locura.

Las escaleras que suben a Santa María estaban como partidas en dos porque en medio había una fuentecita donde la gente acudía a beber, puesto que en aquella época no había agua corriente. Por la plaza pasaban mujeres cargadas con sus cántaros en dirección al Camino Llano y la Concepción, donde también había fuentes en las que desde muy temprano recogían el agua.

Eran los años en los que en casa del señor Lino, en General Ezponda, te daban unos cucuruchos con aceitunas, y en La Mallorquina, que era pequeñita y muy bonita, comprabas riquísimos pasteles. Luego estaban la zapatería de Victorino Martín (su hijo Miguel abrió después otra en los portales), la farmacia de los Jabato, la de Manuel Bravo, famosa por su maniquí del escaparate, al que todos llamaban El Quebrao, y la de Margarita Pereira, que puso allí su primera botica, los Terio, con sus lindos sombreros y sus deliciosas esencias, El Barato, el comercio de telas de Víctor García, el estanco de los Durán, el hotel Europa, y la librería de los Solano, que después se quedó Pedro Cabrera Florido y posteriormente los Hormigo. Con Pedro Cabrera, que también puso la zapatería Cabrera de Pintores, trabajó muchos años Chelo Sánchez Fondón, que era nieta de Reyes Lavela, una señora que vivía por la calle Trujillo. Chelo, ya fallecida, empezó desde muy pequeña a trabajar con Cabrera, hasta que se independizó para poner en Moret su famosa librería.

En la plaza hubo hasta una churrería que regentó un señor de Aliseda, estaba el Café Toledo, el mercado del Foro de los Balbos, la panadería del señor Claudio y la señora María, que eran buenísimos... Y como no, Pastelería Isa, en esa plaza Mayor donde instalaban la feria, con sus cucañas, y donde se ponía el cine de verano, y donde estaba el quiosco del señor Cruz, que era más bueno que ‘ná’ porque te dejaba leer las aventuras de Roberto Alcázar y Pedrín.

Salimos de Isa con una bandeja de buñuelos pensando en todo lo bueno que la plaza nos dio y en la suerte que tenemos de que una tercera generación siga haciendo aún dulces nuestros inolvidables recuerdos.