Aunque eterno sea nuestro paseo, el tiempo vuela, con sus horas certeras de paso inexorable, una veces lentas en la espera, otras fugaces en el disfrute. Sigue lloviendo y más hermosa que nunca parece nuestra ciudad, hace ya frío en el exterior, pero en casa se está de maravilla y, sentado en viejo sofá, releo las cartas de amor enlutadas que hace casi un siglo escribió un conde cacereño a su prima. Sentimientos viejos como los tiempos y, como los propios tiempos, nuevos. Con demora (hoy más que nunca quae est domestica sede jucundior ) salgo a la calle y les encuentro de nuevo en el lugar que acordamos, el final de la calle Olmos. Les enseño lo que en su día fue la Casa del Pueblo y giramos hacia el Adarve de la Puerta de Mérida.

Todo este tramo, el más meridional de la cerca, está ausente de murallas --como el septentrional-- desde el siglo XVIII con la excusa de la comodidad de calles públicas y en el límite que está marcaba se levantan viviendas construidas fundamentalmente en la segunda mitad del XVIII y en el XIX. Casas particulares, negocios de hostelería, decoración y un magnífico anticuario de piezas selectas y exquisito gusto dan vida a esta zona. En la acera de enfrente el motivo de nuestro paseo de hoy: el Hospital de los Caballeros Peregrinos, también llamado de Ulloa. Hospital o enfermería, que tanto da llamarlo de una u otra manera.

Si el de San Antonio fue levantado para frailes, éste servía de refugio a los caballeros que peregrinaban a Santiago a honrar la tumba del Apóstol. Es más conocido el camino francés, esto es, el que atraviesa España en su parte septentrional de este a oeste, pero uno de los caminos más antiguos y que en su día tuvo capital relevancia fue la Via Lata, y Cáceres era un punto importante del mismo.

El tipismo y encanto de este rincón llama la atención a los cacereños y a los foráneos, y no es por lo soberbio de la construcción, ni su ubicación, ni nada por el estilo. La belleza de este lugar radica en la ornamentación vegetal, en las plantas y flores que lo decoran, algo prácticamente inusual en Cáceres, donde la exuberancia vegetativa se deja para los patios y jardines. Las fachadas mantienen, en gran medida, su austeridad por este motivo, su belleza radica en la ausencia de complementos. Sin embargo, el rincón del Hospital de los Caballeros exulta belleza natural, porque su propia disposición lo pide y no tiene complejo en semejarse a las construcciones populares de la Quebrada porque él (en su nobleza y antigüedad inveteradas) se puede permitir eso y mucho más.

La fachada es simple, pero con un equilibrado juego de luces y sombras provocado por su propia disposición en ángulo. La portada es arquitrabada, sujeta sobre modillones, sobre la que aparece el escudo de Ulloa, que ya vimos anteriormente, en blasón con el jefe en punta. Sumado al mismo, una hermosa cruz esgrafiada. En el ángulo de la fachada llama la atención la ventanita tardogótica conopial, con maneras aquiladas que contrasta con la sobriedad del pequeño de medio punto, dispuesto casi simétricamente a ella.

El hospital fue una de las fundaciones dispuestas por Diego García de Ulloa el Rico, una de las figuras más relevantes del Cáceres del siglo XV, aunque su construcción no fue inmediata. Guerrero impenitente, como los grandes señores de su época luchó en las banderías y fue el responsable del establecimiento de los franciscanos en Cáceres. Su testamento se firmó el 27 de julio de 1486 y en el mismo existía la cláusula de creación de este lugar para peregrinos y pobres.

EN EL CAPITOL No fueron éste y el de San Antonio, sin embargo, los únicos que existieron en la Villa. En la calle Sancti Spiritus se hallaba el hospital del mismo nombre en el solar hoy ocupado por el Capitol; en la plaza de la Audiencia la Enfermería de San Pedro de Alcántara, hoy ocupada por la Congregación de la Obra de Amor, monjitas contemplativas que viven discretamente rezando por nosotros; y en la calle Gallegos estaba la ermita de San Salvador y el Hospital de los Peregrinos (a secas) ya desaparecido. En este último un fraile cacereño del XVIII, el padre Rosalío (cuyo nombre bautiza un tramo del Adarve) ejercía la piedad y las lamentables condiciones que veía le hizo fundar una enfermería, la de la Magdalena, en las traseras de la Enfermería de San Antonio, y finalmente otra a los pies de la Torre de la Mora o Redonda, como prefieran. Se ocupó de enfermos incurables, de aquéllos a los que nadie quería ni acercarse, de los más pobres entre los pobres.

Peripatético, camino por el Adarve. Recordando la caridad del fraile, cantos de la infancia vienen a la memoria (Ubi caritas et amor, Deus ibi est ), no es sólo mi voz únicamente la que resuena, otra me acompaña. Arrasados los ojos, alguna lágrima de felicidad se derrama y se mezcla y confunde con las gotas del agua propicia de la lluvia, bañando suelos centenarios y eternos.