Plazuela de las Veletas, remanso apacible donde hasta las piedras parecen sentir el intenso frío de estos días, piedras que --al contrario de nosotros-- parecen ajenas al paso del tiempo. Hace diez años por estos días que comencé a escribir en EL PERIODICO de la mano de Félix Pinero. Aquí sigo, con una década más dándoles la tabarra. En la pequeña plaza, que fue, como dije, patio de armas del alcázar almohade, se encuentran dos casonas, la primera el Consulado de Portugal, en cuyo mástil --por cierto-- jamás ondea la bandera de mi otra patria. Junto a él una casa de fachada esquinada rehabilitada con acierto hace algunos años por Emilia Domínguez, sobre cuya puerta se aprecia un escudo de la brocense familia de los Gutiérrez.

Y presidiendo la plaza la Casa de las Veletas o Palacio de los Duques de Fernán Núñez. Restos de la fortaleza alcazareña almohade, que situó en el más alto lugar del recinto amurallado la Sudda, el espacio palatino. El Fuero Latino, otorgado tras la reconquista definitiva por Alfonso IX decía que sólo habría dos palacios en la Villa: Qua propter mando quod in tota Caceres non habeant nisi duo palacia, tamtum regis scilicet et episcopi . Los reyes leoneses situaban su propia casa sobre la más fuerte construcción agarena en un acto doblemente simbólico, el triunfo del Cristianismo sobre el Islam y la dominación física de la Corona sobre la Villa.

En él se alojaría, sin lugar a dudas, Alfonso X en su visita a Cáceres en 1280. El alcázar fue campo de batalla en la guerra en 1367. Castilla era pasto de la guerra entre Pedro el Cruel y su hermano Enrique de Trastámara y el Concejo de Cáceres decidió que los Gil guardarían el recinto real y no lo entregarían a ninguno de los dos reyes. Pedro I entró en Cáceres y ante la negativa arrasó el alcázar y degolló a Alfón y Sancho Gil. Enrique IV donaría esta parte de los restos al Mariscal de Castilla Alfón de Torres, pero --una vez más-- la guerra destruiría el edificio, esta vez entre los partidarios de Enrique IV (Torres y Ulloa) y los de su medio hermano el infante Alfonso (Solís y Ovando).

Sea como fuere, en 1476 se confirmó la propiedad al hermano del Mariscal, Diego Gómez de Torres, quien levantó allí sus casas en la segunda mitad del XV. En el 1566 se produce una profunda reforma, en la que --tal vez-- intervino el mismo maestro que en el Palacio de Moctezuma. Como testigo quedó la bellísima lápida situada en el patio: Arx antiqua fui maurorum regia quondam rex quibus Alfonsus fortiter eripuit bella sedet tempus tandem rapuere ruina Ulloae iam opera pulchra burgo domus . Esto es, en traducción mía: Fortaleza antigua y real fui un día de los moros, a quienes valerosamente se la arrebató el Rey Alfonso. A las guerras las calma el tiempo y, así, los Ulloa, rescataron la casa de la ruina (ofreciéndola) como bella obra para la Villa.

La gran reforma

El patio en el que se alberga la lápida, con columnas toscanas y arcos rebajados pertenece a 1.600 encargado por Lorenzo de Ulloa. Pero es en la centuria siguiente cuando se acomete la gran reforma de la fachada principal por obra del entonces propietario, Joaquín Jorge de Cáceres Quiñones, Señor de Espadero y la Lagartera. Sus descendientes serían Duques de Fernán Núñez. En la reforma se dejaría el palacio más o menos como hoy lo conocemos, con su gran puerta adintelada, tres hermosos balcones y las grandes armerías de los Cáceres enmarcadas en un delirio de lambrequines y atauriques y hermosísimos coroneles.

La balaustrada de cerámica de Puente del Arzobispo es también de esta reforma, y sobre los pináculos se colocaron las veletas (hoy inexistentes) que dan nombre a la casa. La parte anterior de la misma fue anulada y se reconstruyó en la reforma de 1976. Las fachadas laterales nos hablan de otros tiempos y tienen un sabor más medieval. En las escaleras que bajan al Rincón de la Monja vemos dos antiguas armerías de Torres y Ulloa que, con probabilidad, estuvieron en la fachada principal. La fachada que mira al este es de una belleza admirable, evocadora de la antigüedad real del edificio.

El interior alberga el Museo Provincial, junto con la hoy anexa Casa de los Caballos y sus colecciones son de una importancia capital. Dentro se haya el aljibe árabe, más antiguo que el propio alcázar almohade, con sus arcos túmidos y columnas romanas reaprovechadas, que en sí mismo merecería un artículo. Callo y habla Pedro de Lorenzo: Agua de cielo, pero sin cielo, sin ritmo, agua de mazmorra, oculta, estremecedora agua de suplicio y drama, callada, turbadora, agua de tántalo. Es difícil expresar lo que se siente al bajar al aljibe. Hay cosas en esta vida que no se pueden expresar con palabras, o tal vez sí, y entonces se vuelven poesía. Poesía hecha de piedras y aguas, de siglos y caricias, de miradas eternas y silencios elocuentes, poesía cacereña en la que cada uno de nosotros somos un pobre verso.