En la ciudad feliz no existe la elegancia. Bueno, sí, existe, pero no se llama así. En Cáceres, no se es elegante, elegantísimo ni farraguas; en Cáceres se tiene buena pinta, se tiene buenísima pinta o, ¡vaya por Dios!, se tiene una pintina.

Eres el vecino nuevo del adosado y en la barbacoa sabatina te catalogan enseguida: "Pues tiene muy buena pinta". Y al decirlo se pone voz engolada, énfasis categórico y gesto de magistrado del Supremo: la sentencia es inapelable y acabas de ser aceptado por el barrio. No hace falta que muestres certificado de penales ni partida de nacimiento. Tienes buena pinta y basta. A veces, el pinturero sale rana, resulta ser estafador, proxeneta o, mucho peor, adúltero y llega el lamento: "Lástima, con la buena pinta que tenía".

Alicatador y enfermera

Así es la ciudad feliz y así son estas capitales medianas de la vieja España, trufadas de funcionarios, dependientes, profesionales y menestrales unidos por la dulce tranquilidad de la provincia y la buena pinta. Porque en Cáceres, en Zamora y en Cuenca no hay obreros de anorak recio, marineros de jersey gordo ni mineros de pantalón basto. En la ciudad feliz tiene buena pinta desde el operario de Iberdrola hasta el jefe de servicio del Múltiples, desde el alicatador de Magenta hasta la enfermera de neonatos.

A veces, es verdad, alguien se desmanda y se viste de maduro moderno: que si unos floripondios, que si un cuello Mao, que si un polar en technicolor y unas botas de gore-tex en tonos teja. Bien, vale, se acepta, pero hay que atenerse a las consecuencias. Nadie dirá en la ciudad feliz que ese maduro moderno viste mal. Mucho peor: se dirá de él que tiene una pintina muy rara y en Cáceres, lo peor que te puede pasar es tener una pintina.

Lo grave no es que te califiquen así, sino cómo lo dicen. "Es buen muchacho, pero tiene una pintina..." Y en esos puntos suspensivos se condensa la historia azul marino, verde loden y gris marengo de la ciudad feliz . Porque tras la palabra pintina viene el fruncir de cejas, el crispar de pómulos, el mohín de asco. Como si tener una pintina fuera una suerte de pederastia o una acepción de camello.

En la ciudad feliz , cada zona y cada barrio tienen su pinta. En la milla de oro de Cánovas, lógicamente, priman la buena y la buenísima pinta. Pintas primorosas de las señoras goloseando tortitas de nata en los atardeceres de El Gran Café, de los abogados bebiendo Attelea por San Pedro de Alcántara, de los constructores tomando Ribera del Duero en Carpe Diem.

Al anochecer, en ciertos pubs de la ciudad vieja, aparecen los maduros modernos con pintina muy rara, que gustan del negro, de la moda gallega y de gorras, viseras y sombreros. Finalmente, en los barrios periféricos están los recalcitrantes de la pintina a secas de chándal, calcetines blancos...

Un lugar estupendo para conocer pintas buenas y pintinas es el paseo peatonal de la ronda norte. Recorrérsela completa es un fascinante ejercicio de cacereñología. Atardecer a la altura del R 66 y paraíso de la buena pinta: se ven incluso señoras maquilladísimas en traje de chaqueta y con tacones haciéndose la ruta del colesterol. Te puedes encontrar con caballeros andarines vestidos de cazadores. Es el Cáceres eterno de la buena pinta que se viste de gala para bajar la basura, los kilos y la ansiedad.

Pero llegas a la llanura, desembocas entre Pinilla y La Mejostilla y aquello es el reino del chándal, la cara lavada y las zapatillas del mercadillo. O sea, el paraíso de la pintina.

Yo no sé si todo esto de la buena pinta y la apariencia se debe a que la ciudad feliz rezuma clase o a que se ha quedado petrificada como decorado eterno de aquellas películas de Bardem (Calle mayor , Nunca pasa nada ). Lo que sí sé es que cuando vas a Londres, Amsterdam, París o Dusseldorf, casi todo el mundo tiene una pintina...