A Coruña pasa por ser la capital española que más ha cambiado en los últimos años. En poco tiempo, se ha llenado de nuevos museos originales, ha creado el festival Mozart, puntero entre los de música clásica en Europa, cuenta con una gran feria taurina en una plaza cubierta, ha instalado un tranvía de época muy agradable y un sinfín de atractivos que la han convertido en un señuelo turístico nacional

En ello ha tenido que ver la perspicacia de su alcalde, Francisco Vázquez, la profesionalidad de su gerente del patronato de turismo, hasta que lo fichó Turín para conseguir los Juegos Olímpicos de Invierno, y las aportaciones de cada uno de los concejales del gobierno.

Con la cámara a cuestas

Con la finalidad de buscar ideas, recogerlas y estudiar su posterior plasmación en la ciudad, los concejales coruñeses acostumbran a viajar por capitales europeas llevando siempre una máquina de fotos con la que retratan cualquier originalidad o solución urbana interesante y al regresar, la muestran, se sopesa y se estudia su posible aplicación coruñesa.

La última novedad que conocí fue la pretensión de convertir un feo puente, que cruza sobre una autovía de acceso al centro urbano, en un Puente de las Flores como el existente en la ciudad italiana de Verona, que había sido convenientemente retratado por uno de los concejales en vacaciones.

Esos viajes por Europa son conocidos por la ciudadanía y explicados en la prensa sin que nadie se escandalice. Es más, los coruñeses están encantados de que sus ediles se muevan por el mundo, se vayan de vacaciones a Berlín o a Trieste y vuelvan a casa con novedades frescas.

En Extremadura, sin embargo, sucede todo lo contrario. Hace una semana, EL PERIODICO refería en un reportaje los destinos vacacionales de nuestros políticos y era para echarse a llorar. El que más lejos viajaba se iba a Zahara de los Atunes y el resto se movía entre Ibahernando, Garrovillas, Brozas, Olivenza, Chiclana, Castuera, Chipiona y Sanlúcar de Barrameda.

Pero lo peor de todo es que confesaban sus destinos con orgullo, como diciendo: "Fijaos qué honrados somos que no nos vamos a más de 300 kilómetros de casa". Y a mí, la verdad, más que honrados me parecen cortos de miras.

Ningún ciudadano en su sano juicio va a criticar que un concejal se vaya a ciudades tan ejemplares como Gerona o Bergen porque, aunque no haya leído a Josep Pla, sabe que hay que viajar para curarse de la deformación de la proximidad, para aprender a conservar, a perfeccionar, a tolerar. Como decía el gran polígrafo catalán, viajar es al ser humano lo mismo que cambiar de postura al enfermo. Pero no creo que ir siempre a Chipiona sea cambiar de postura. Ya sé que luego, durante el invierno, los concejales acuden a congresos y reuniones en otras ciudades, pero los llevan y los traen, están mediatizados por el protocolo y no tienen tiempo para ver con ojo clínico.

Las playas andaluzas y los pueblos extremeños son unos maravillosos paraísos veraniegos, pero los políticos, sobre todo los munícipes, deberían aprovechar las vacaciones para conocer las novedades de Valencia, la modernización de Oporto o cómo ha llevado adelante Bofill en Montpellier el proyecto que no le dejaron hacer en Los Fratres de Cáceres.

Pero no, en Extremadura y en la ciudad feliz lo políticamente correcto es marcharse a Chipiona, volver a atiborrarse de mojama y pescaíto, ligar bronce en la playa, comprarse un gorrito en algún mercadillo y regresar a casa con 300 fotos en el diskette, pero no de ideas nuevas para la ciudad feliz , sino jugando al dominó con el suegro, comiendo gambas en El Romerijo, tumbado en la hamaca del apartamento... Lo que se dice un veraneo honrado del que se vuelve con muchos kilos y pocas ideas.