Nadie lloró su muerte y nadie lloró en su entierro. El cuerpo de Rafael Peñafiel Martínez, el indigente asesinado el sábado por su compañero portugués, reposa desde ayer en el nicho 10.735 del patio siete del cementerio municipal Nuestra Señora de la Montaña de Cáceres. Su entierro fue como su vida, un infortunio.

Empezó a las nueve y media de la mañana. A esa hora, el cementerio apenas había despertado al mundo de los vivos. Cuatro periodistas aguardaban junto a 5 operarios del camposanto a que sacaran el cuerpo del depósito de cadáveres del Instituto de Medicina Legal, donde ha permanecido desde que lo encontraran el domingo en la vieja nave de Campsa. El camión funerario de Servisa aparcó a la entrada del edificio. Transportaba cuatro féretros pero solo se extrajo uno. Marrón, de madera aglomerada, el más barato del mercado.

El personal de la funeraria desapareció en el interior junto a la agente judicial con la resolución que autorizaba el entierro de la víctima de homicidio. A los pocos minutos, el féretro reaparecía sobre una burrilla con ruedas. Lo cargaron de nuevo en el furgón y este se dirigió al camposanto.

El cortejo fúnebre

El vehículo solo recorrió la calle principal. A corta distancia le seguía un peculiar cortejo fúnebre compuesto solo por los periodistas y otro operario municipal. Ningún familiar. La policía no encontró a nadie que reclamase sus restos y el ayuntamiento correrá con los gastos del oficio fúnebre, que rozarán los 2.000 euros.

El ataúd cubrió el último tramo sobre la burrilla empujada por los empleados. El nicho elegido fue el 10.736, en la fila quinta, la que casi nadie quiere por ser la más alta aunque es la más barata. Ayudados por una grúa elevadora, trataron de introducir la caja mortuoria en el hueco de hormigón vacío. Empujaron, lo intentaron una vez y otra, pero desistieron. No entraba. Sobre la marcha cambiaron al nicho vecino también vacío. Lo sellaron y el entierro acaba.

No hubo responso por su alma, ni flores, ni lágrimas, ni nadie presente que tuviera un recuerdo de ese valenciano nacido el 23 de diciembre de 1947 más allá del absurdo crimen del que fue víctima en un pabellón destartalado de la N-630.

Al operario se le olvidó adherir sobre la piedra una esquela de papel con el nombre del fallecido y la fecha que recuerda su muerte. El presupuesto municipal no llega para una lápida. Así que la esquela será la única identificación de la sepultura en los 5 años de alquiler del nicho antes de que pase a una fosa común si nadie lo reclama. El trabajador volvió a subir para colocar la esquela. En el papel, bajo el nombre, figura un ficticio sus compañeros en lugar de sus familiares . Pero en el último adiós no hubo ni familiares ni compañeros.

Su familia, si la tiene, aún no debía saber que había muerto y el único compañero de desventuras y borracheras de tetrabrick que tuvo los dos últimos años en Cáceres estaba en la cárcel. Lo mató el sábado a palos tras una tonta discusión por no limpiar el mediocre cubil que compartían. Su abogada dudaba que supiera que ayer era el funeral.

A varios metros sobre la tierra, este vagabundo del que apenas hay datos excepto un puñado de antecedentes menores seguirá solo. Sus vecinos de los nichos 10.734 y 10.736 aún no han llegado y los restos de José Manuel, Pedro o José están un piso más abajo. Al único que parecía importarle Rafael Peñafiel descansa en la tumba 10.735, que no tendrá quien la visite.