Las calizas devónicas cacereñas hervían a borbotones queriendo estallar en aquel Cáceres de 1866 en el que la Sociedad Minera de la Fraternidad vio la oportunidad de sacar a la superficie toda la riqueza escondida bajo la tierra. Y así fue como aquellos primeros mineros comezaron a explotar el yacimiento de fosforita más importante descubierto hasta entonces en Extremadura. Los trabajadores, en pésimas condiciones, comenzaron a asentarse alrededor de los pozos del sur de la ciudad y muy pronto nacería el poblado minero, eje urbanístico que luego se convertiría en la primera ciudad-jardín de corte victoriano, la más antigua y mejor diseñada de cuantas han existido en la capital y única en nuestra comunidad autónoma.

No es raro que Segismundo Moret y Prendergast, abogado, catedrático de Instituciones de Hacienda de la Universidad Central de Madrid, un liberal monárquico, conocedor de las rocas fosfáticas cacereñas, viajara a la ciudad en 1876 y quedara fascinado ante tanta belleza. De manera que aquel mes de junio, Moret constituyó la Sociedad General de Fosfatos de Cáceres, que permitiría tecnificar la extracción y modernizar el transporte preindustrial con la traída del ferrocarril a las minas el 28 de junio de 1880.

¡Cuántas crónicas periodísticas han relatado la visita que los Reyes Alfonso XII de España y Don Luis I de Portugal giraron a Cáceres el 9 de octubre de 1881! Conocieron la poderosa iniciativa puesta en marcha por Segismundo Moret a tres kilómetros del centro urbano, un nuevo centro de vida social, con 137 viviendas, 150 familias, 500 personas... gracias al capital de seis millones de reales que invirtió el abogado, reconocido desde entonces por los cacereños y por un barrio que le dedicó como homenaje su nombre: Aldea Moret.

Y hasta allí llegó en 1939 Eufrasio Mariscal Chaves, un joven de Arroyo de la Luz que durante 34 años estaría trabajando como ayudante camarista en la fábrica de transformación de ácidos de lo que entonces ya era la Unión Española de Explosivos. Eufrasio se dedicaba a la modificación del ácido sulfúrico para la elaboración de sulfatos utilizados en la fabricación de abonos.

Había arribado Eufrasio a Aldea Moret ganando 4 pesetas, y animado por su primo Pablo Parra, que era ferroviario. Eran los años de la posguerra y Eufrasio vio en la mina una buena oportunidad para ganarse dignamente la vida. Hacía poco tiempo que había regresado del Frente de Toledo, desde donde se carteó con Joaquina Molano Guerra. A su regreso a Arroyo de la Luz los novios se casaron y fueron padres de cinco hijos: Carmen, Mercedes, Isabel, Arsenia y José Manuel.

La familia comenzó viviendo en una chabola al lado de la vía hasta que construyeron su casa en el barrio de La Higuera de Aldea Moret, situado donde está el Centro de Salud, junto a Las Palomas, y desaparecido en la década los 80. Y es que Aldea Moret no solo fue prolija en minas y transformación de fosfatos, también en los hornos de la cal de sus alrededores. En uno de ellos, perteneciente al conocido como tío Piporrino, por su estatura y redondez, había una gran higuera. Así fue como desde entonces a ese entorno todos llamarían barrio de La Higuera.

Allí, numerosos trabajadores comenzaron a construir con adobes de tierra sus casas. Unas veces adosadas unas a otras en hilera, otras formando grupos dispersos. Cada casa era distinta, más o menos amplia, de dos, tres, cuatro estancias… en función de las necesidades familiares o del dinero disponible para construirse. Las más pequeñas, con una sola habitación para toda la familia. La mayoría cubiertas a teja vana.

El barrio no disponía de agua corriente, y había que ir a buscarla con cántaros y garrafas a las fuentes públicas de los poblados cercanos. De modo que fue un logro conseguir que pusieran una fuente junto a las tapias traseras del colegio Proa, o la llegada de la luz en la calle, una simple bombilla colgando de una palomilla.

Muchas de aquellas casas tenían plantada en la puerta una higuera que servía para preservarse de los rigores del estío y era lugar de reunión de las vecinas, que pasaban las tardes mientras remendaban, cosían los pantalones desgastados en las faenas o rotos durante los juegos infantiles.

Eran vecinos de La Higuera Juan Berrocal y su esposa Julia, que emigró a Cataluña con sus seis hijos una mañana de verano al despuntar el sol en un camión de obra cargado con todos los enseres de su casa. Fue el primero de la barriada. Ellos arrastraron a sus sobrinos, los hijos de Cirilo Berrocal y María Manzano ‘la garbancina’, que se dedicaron después del despido a vender frutas por las calles con un carro. Tras ellos siguieron su estela la familia Parra Mogollón: el señor Pepe y María, naturales de Malpartida de Cáceres.

Otros vecinos fueron Lorenzo Cambero, su esposa Felisa Salado, Francisco y Aurora, que se emplearon en la venta de picón y carbón vegetal, y otras familias que posteriormente se fueron asentando procedentes de Navas del Madroño o Valencia de Alcántara.

Eran los tiempos en que los niños jugaban a poli y cacos, o al bote, aprovechando la penumbra delante de las casas, los grandes hoyos formados para extraer el barro de los adobes y canteras de donde se había extraído la piedra para los hornos de la cal. Allí, escondidos entre malvas y jaramagos, se camuflaban para no ser avistados.

Los chavales acudían a la escuela del poblado minero, en la que impartían clases don Julián, especializado en Ciencias, y su mujer, que era un cielo y que daba Letras. O a la escuela del barrio, detrás del ayuntamiento, donde estaban como maestros don Julián, que era muy recto, y doña Anita. O en las escuelas de Gabriel y Galán, con los profesores don José, don Tomás y don Luis Buenadicha.

Era el de Aldea Moret un barrio precioso que no tenía luces pero que tenía tierra colorá, con su cine de verano que estaba en la fachada de la señora Teodora, al que los vecinos acudían con su sillita de casa... Porque en Aldea Moret no se tenían vecinos, se tenía familia, en aquellos años donde ir a Cáceres era una aventura a veces innecesaria porque en Aldea Moret no había nada pero lo tenía todo: el bar de La Picha, el baile del señor Rufino, la misa de San Eugenio cada domingo, el bellísimo jardín del pueblo minero que guardaba el señor Rollán y que cada vez que los muchachos robaban una rosa los llevaba a pura carrera, y el barrio de La Abundancia con la señora Carmen La Miajadeña, la señora Saria, La Morena y muchas más, imposible citarlas a todas.

En la edad moderna, las minas de Aldea Moret han tenido tanta importancia para el desarrollo de Cáceres como la creación de la Real Audiencia de Extremadura o la capitalidad provincial, que trajeron el primer periódico, la primera imprenta, el primer alumbrado público, los capitalistas como Busquet, Calaff, Ballel o Crehuet...

Pasado floreciente del que fue testigo Eufrasio Mariscal, el minero que se jubiló en 1974. Eufrasio falleció hace unos días con 104 años, conservando su memoria prodigiosa. Y en su cabeza, la aguja, el hilo y el dedal que su madre le dio en su viaje al Frente, las duras jornadas de ocho horas de trabajo, las factorías ejemplo de prosperidad, los pozos de la Abundancia, San Eugenio, La Esmeralda... Hoy Aldea Moret es un yacimiento cerrado, en constante retroceso, con zonas en deplorable ruina... Qué importa si la mina ha sido el mayor complejo industrial de Extremadura, sin parangón hasta la fecha, qué importa si daba salida a 5.000 toneladas de mineral que los pozos en explotación producían al mes, qué importa si este abandono ensucia la memoria de miles de familias...

En la actualidad, Eufrasio vivía entre Cataluña y Valladolid, cada dos meses compartía vida en casa de uno de sus hijos. Conoció a 13 nietos, 19 biznietos y un tataranieto. Tres generaciones para recordarlo a través de decenas de fotos que hoy suenan como un blues de incierto final pero que son el reflejo de la felicidad de aquellos años. Niños sonrientes, padres orgullosos... En Aldea Moret no había dinero, pero había dignidad.