He decidido no volver a leer una estadística. Todas me conducen a la depresión. Se trate de lo que se trate siempre estamos en los últimos lugares. Ahora han publicado la de los divorcios y también en esto estamos los últimos. Eso no se puede aguantar. ¿Nos quedaremos con los brazos cruzados, como siempre, sin hacer nada para remediarlo? ¿A quién culparemos ahora?

Dispuesto a poner de mi parte me dirigí a mi esposa. La encontré moviendo las ropas de un cajón. "Que digo yo que algo tendremos que hacer para salir de los últimos lugares en todas las estadísticas". Ella pensó que me refería a los hombres que no saben planchar camisas. "Bueno, esa también. Me refiero a la de los divorcios". En ese instante se dirigía al salón y yo tras ella, tan cerca que pude ver la cara de pena con la que me miró. "Qué sería de ti si nos divorciáramos". Esto es peor que estar en el último lugar. Claro que como ella es de Salamanca no le importa. "¿Es que yo no sé...?" Pero quién me mandaría hablar. Camino de la cocina me ilustró con una interminable relación de las cosas que no sabía hacer y, ante otro armario, me hizo una explícita descripción de cómo quedarían mis pantalones, mis camisas, el hambre que pasaría, el porvenir de las alfombras y la tarima flotante.

Pasamos al despacho, ocasión que aprovechó para aludir a la necesidad de contratar a un detective si deseaba encontrar unos papeles en el desorden que tenía ante sí y, ya en el dormitorio, acabó con un vaticinio contundente: "Pues no sé quién te iba a querer". Me vi en tan miserable condición que decidí que era mejor seguir los últimos, agradecerle su sacrificio e incluso aprender a manejar el microondas.