Entramos en la Plaza de Santa María, la impresión es fuerte ante tanta belleza acumulada. Nuestros primeros pasos nos hacen cruzar lo que fuera el cementerio de la entonces Iglesia Arciprestal y los sentidos nos obligan a detenernos, haciendo giros completos, para captar la inmensidad quebrada de la plaza. En ella se celebraron mercados y ferias; fue campo de banderías; aquí se reunía el Concejo en los primeros tiempos de la reconquista, bajo la finestra de Sancta María, que dice el Fuero. Epicentro de la ciudad hasta que éste se trasladó a la Plaza Mayor y hubo que abrir camino a través de la Puerta Nueva. Espacio cambiante a lo largo de los siglos, acumula la historia de los poderosos labrada por las manos de los humildes.

Santa María la Mayor fue parroquia y hoy es Concatedral, tal vez el título --en lo que a dimensiones se refiere-- le viene grande, pero no en solemnidad. Pudiera ser que en este lugar se alzara un templo romano, incluso, el foro. Los recientes descubrimientos en el Palacio de Mayoralgo podrían ser un elemento basculante. De ser así, estaríamos ante un lugar sacro, donde se han sucedido templos de las sucesivas culturas que por aquí pasaron.

La ampliación de Ibarra

Por fuera su fábrica es sólida, aunque algo desigual. El edificio se alzó en el siglo XIII y, de aquélla época sólo quedan algunos canes románicos. Las cubiertas se rehicieron, tras la bomba caída en julio de 1937. Sucesivas ampliaciones fueron forjando su forma definitiva, en ella intervendrían decisivamente (además de anónimos alarifes y canteros) Pedro de Ibarra, que levantó la torre con aires de renacimiento, cuya realización se debe a la mano de Marquina y Ortiz. Gótico cacereño, casi sin vanos, que proyecta el carácter defensivo de su arquitectura incluso a los templos. Dos portadas se conservan al exterior, abocinadas ambas: una frente al palacio episcopal, con estilizado parteluz y otra --la de los Becerra-- a los pies de la construcción. En la esquina situada entre las dos, aprovechando un rebaje, se instaló hace cincuenta años la escultura de San Pedro de Alcántara, autorretrato de Pérez Comendador, cuyos pies, tanto veneran los cacereños.

Planta basilical de tres naves, amplia la central, separadas por fuertes pilares que sostienen hermosas crucerías de combados y terceletes. Nada más entrar nos sorprenden las pilas del agua bendita, una sacada de un capitel reutilizado, la otra con gótica y primorosa trama.

En la capilla mayor, trazada por Pedro de Larrea, se encuentra el retablo tallado entre 1547 y 1551. La Asunción lo preside, y en las tablas de Roque Balduque se muestran escenas de la vida de Jesús y María, separadas por el apostolado de Guillén Ferrán en las entrecalles. Su Calvario fue descendido al añadir la sillería coral en el siglo XX. En el absidiolo del Evangelio la hermosa capilla enrejada de San Miguel, de los Carvajales de Santa María; en el de la Epístola, la capilla de los Blázquez de Cáceres --con sus leones protectores-- donde cuelga el sobrecogedor y antiguo dolor del Cristo Negro, silente testigo del devenir cacereño desde el trescientos.

Ibarra diseñará la puerta del coro. Por primera vez vemos la influencia de Sebastiano Serlio en las piedras labradas por Pedro de Marquina. La portada plateresca de la antigua sacristía (que da paso a un museíllo) se debe a Alonso de Torralba, con reminiscencias salmantinas y que recuerda a la Ventana de las Reliquias de la Catedral de Coria. En ella se enterró el conquistador Francisco de Godoy. La puerta apuntada que abre la Contemporánea capilla del Sagrario era una portada al exterior, abierta a una calle hoy desaparecida. Como vemos, los edificios están vivos y se siguen renovando a lo largo de los siglos, dando cada época su impronta.

Sobriedad interior

En el interior todo es sobrio, incluidos los retablos estofados de San Lorenzo y San Cayetano (cuyas imágenes titulares fueron trasladadas), nada turba la solemnidad de las capillas y los altivos enterramientos, algunos, especialmente hermosos: sinuosidad en el del Doctor Ribera, austeros los de los Porcallo, deliciosamente labrado el de los Becerra, solemne y frío el de los Golfines, primor en el cincel del de los Espaderos. Un día, estas capillas se vieron repletas de colgaduras y estandartes.

Blasones. Donde quiera que se pose la mirada únicamente hay blasones. Desde uno --antiquísimo y situado en el pavimento-- con armas de Mogollón, hasta los sepulcros de los últimos obispos. Testigos silentes y soberbios, máscaras que intentan camuflar la putrefacción con la que la muerte a todos iguala. Pero no hay nada más clasista que una tumba. La puesta en escena de la muerte en Cáceres no deja indiferente a nadie: vanidad de vanidades, orgullo fúnebre donde sólo debería haber humildad.