TAtntaño bajábamos el carril de la Cumbre hacia el mediodía del Tajo, ahí mismo, en el vértice de Las Viñas; donde se bifurca la entrada y te ofrece dos opciones: o Cumbre adelante hasta los confines del término o al mundo íntimo de Soria, Castellanas y Guerra.

Ayer me tocó el puesto en el cauce del venero, ¿arroyo algunas veces?, que baja desde el manantío a buscar la orilla de la mar oceana. Ahí está, casi ni me fijé al pasar, la Viña de Guerra, que fue de la familia y que hace ya los quirios desapareció entre tanta propiedad, que fuimos perdiendo y malvendiendo. Una lástima; pero para como están hoy los tiempos y los campos-

Más dura y fría el alba, en pocos casos. El manto blanco de la helada ponía un cariz de muerte en la geografía del Tajo y los riberos. En el bar del pueblo, por el café y la junta, los hijos de los de mi generación, y los que vamos quedando en esto de la caza, persiguiendo no sé qué que no alcanzaremos nunca.

Puesto tercero en la armada de Guerra. Pocos pasos en aquel paraje idílico, donde aprendí, de la mano maestra del gran Clemente Silva, las delicias de la caza al salto. El altano helado del norte nos acuchillaba la piel al aire sin cesar, y un molesto sol de levante nos cegaba la mirada hacia el pago por el que suponíamos que llegaría la zorra que esperábamos.

Y allí quedamos, granitos y retamas mortecinas, casi tres horas esperando a Godot una vez más. Pero no llegó, claro. La vimos deambular en el raspil de enfrente, fuera de tiro, y no bajó la umbría ni pasó el venero para llegar a la distancia propicia para ponerla tras el punto de mira. Tomó las de Villadiego y se perdió en las bajuras del ribero.

Con lo cual la caza fue contemplación de lontananza, hacia el sur, campos del Bodegón garrovillano y al fondo el espigón de la Sierra de Cáceres.

Estos días helados, en los que la temporada va declinando, nos producen una ineluctable desazón, la de cada año, la de siempre. Son notas de melancolía y nostalgia, endulzadas con unas gotas de esperanza.

De vuelta, otra mirada al paraje de la Viña de Guerra, donde íbamos, a lomos de bestia, sobre las banastas que portaban la cosecha de uvas. Aquellos racimos, el olor cargante de septiembre, cuando la vendimia prologaba ya el irremediable éxodo hacia los estudios y por ende aquel desgarro doliente del desarraigo. Adiós-Viña de Guerra.