TYto quería ser escritor porque no podía ser otra cosa. Era joven, pero ni tan ingenuo ni tan estúpido como para ignorar la existencia del mundo, de las gentes, de los oficios, del mercachifleo, de la política, de los rollos, del vivir, sólo que no me interesaban. Yo quería ser escritor para protegerme de todos ellos. Buscar un rincón y quedarme a solas con un teclado como un estilete con el que hurgar en esta herida deseosa y finita que es mi corazón, si es que, el que dicta que yo desee ser escritor y no otra cosa, es el corazón, que, visto el resultado, igual podría ser el hígado o el riñón o los huevos. Yo quería ser escritor por lo mismo que otros se hacen magos, un poco por tener un oficio que llevarme al carné de identidad y otro poco por desentrañar los misterios de esa chistera negra, vertical, profunda y ferianta que es la palabra. Yo quería ser escritor. Qué le vamos a hacer. Escribir la noche está estrellada y tiritan, azules, los astros a lo lejos. Cosas así. Sólo que, cuando yo nací, ya estaban pillados los mejores versos y escritas las grandes novelas, y a esa contrariedad no supe sobreponerme. A pesar de todo, yo quería ser escritor. Quizás por la misma razón que otros se hacen dentistas, un poco por higiene y otro poco por hurgar en las raíces, a un paso siempre del dolor y del misticismo, que, a la postre, el fin último de todo poeta es la mística. Ya dijo Juan Ramón que el poeta es un místico sin dios necesario. Pero han pasado los años y ya no escucho la voz de la vocación. Se me habrá endurecido el corazón o cascado el oído. O acaso sea que antes yo creía en ángeles, pero hoy sé que si es blanco y trae alas es sólo una compresa.