Desde el siglo pasado la mayoría de los europeos hemos tenido la ilusión de vivir en estados democráticos y de que con nuestros votos podíamos decidir nuestro destino. Durante todos estos años hemos votado programas políticos que consagraban el estado de bienestar con mayor o menor énfasis, pues ni siquiera la derecha europea se atrevió a desmantelarlo.

Ese modelo ha sido sostenible, aunque necesitara reformas y ajustes, como lo demuestra el hecho de que cuando aún no había aparecido la crisis el déficit de los estados no llegaba al tres por ciento.

De manera que el alto déficit actual, como todo el mundo sabe, no se debe a las aportaciones que los estados y los ciudadanos hacen para mantener ese modelo sino a los manejos de las finanzas.

Sin embargo, para tratar de salvarnos del estropicio se están haciendo reformas que recortan los derechos que confería el estado de bienestar en nuestros países. Esos recortes no los propician los ciudadanos, quienes si hubieran sido llamados a las urnas para sugerir actuaciones contra la crisis probablemente hubieran propuesto entre otras, pero en primer lugar, la reforma de los mercados internacionales y del mundo financiero.

Pero no ha sido así, y las decisiones las han tomado organismos, es decir personas, erigidos en dictadores, de manera que es necesario preguntarse por el valor que deberían tener o no nuestros votos.

Porque está claro que a la hora de la verdad los votos sirven para muy poco pues nos han demostrado quién tiene el poder. Y encima quienes están obligados a proponer soluciones socialdemócratas nos piden resignación y silencio.