Este pasado fin de semana se ha disputado en Madrid su edición de la prueba de maratón. Una distancia épica, y no sólo por su historia, sino por el reto que supone para muchos de los que participan en ella el finalizarla.

El domingo, después de poder seguir la mayor parte de la prueba, de la cabeza de la carrera, por televisión, me dirigí con un amigo a la entrada del parque del Retiro madrileño dónde se ubicaba la llegada de la maratón. Allí a poco menos de un kilómetro de la llegada, tras casi 42 kilómetros de esfuerzo estuvimos animando a la multitud de corredores que, más deprisa o más despacio, cumplían su reto.

Las escenas hablaban por si mismas, el esfuerzo, el sufrimiento, la alegría contenida por algunos que les rebosaba a través de una sonrisa torcida por el esfuerzo, el dolor de algún esforzado que, atacado por calambres en sus piernas se detenía y, jaleado por el público, emprendía de nuevo su marcha, no podía quedarse allí, tenía que acabar.

Cada uno de los corredores y corredoras llevaba una historia a sus hombros, una promesa, una penitencia, una alegría, un reto. Imágenes de compañerismo, de cercanía, padres corriendo junto a sus hijos los últimos metros infundiéndoles palabras de ánimo: "¡Lo conseguiste!". Hijos e hijas acompañando unos metros a sus progenitores, a sus ´supermanes´ por un día, una familia entera y amigos jaleando con pancarta incluida a una valiente corredora que se emocionaba y saludaba.

Y luego me preguntan qué tiene de épica una maratón. Si quieres saberlo vente al kilómetro 40 de cualquier prueba y ve pasar a los participantes, no sólo a los primeros, y descubrirás que es lo que la hace tan especial- pero ten cuidado, lo mismo en la siguiente edición serás tú el que esté corriendo.