Hace muchos años, Tirso Pons, que había sido senador y era en esos momentos presidente del Consell Insular de Menorca, me dijo que en política no había que confundir enemigos con adversarios. En política, uno tiene adversarios, gente con la que disiente pero con la que comparte un suelo de entendimiento, el interés por lo público y el bien común. Ese es un valor básico de la democracia: la consciencia de las propias limitaciones, la fidelidad al bien común. Esto saltó por los aires con Aznar. Volvió, rearmado, un PP heredero de las peores esencias de la España prepotente, una derecha que durante siglos había ejercido el poder con la seguridad de quien administra lo que le pertenece. Y con ellos volvió el interesado descrédito de la política. Esa derecha ha creído que el Estado era suyo, que tenían derecho a todo, que podía llevárselo sin costo, que bastaba con ser amigo de, recomendado por, afecto a, casado con, de la familia de. Es verdad que llegaron montados en la hegemonía del neoliberalismo, pero venían de viejo y sumaron una seguridad antigua. Vienen de una historia que no olvidan. No son el pasado. No solo porque Rajoy estaba ya en ese pasado de los zaplanas, sino porque siguen creyendo que la finca es suya, que títulos y cargos les pertenecen por ser quienes son. Son lo mismo, los que roban y los que aprueban por recomendación, los de las ITV y los que se envuelven en la nación.