Para llegar a un lugar, el camino puede ser corto o largo, lo malo es cuando es accidentado. Como si de un paseo se tratase, ya se ha consumado el proyecto de independencia de una (rebelde) provincia española. Hemos sido auténticos espectadores de una verdadera farsa con carácter de cruel estafa aberrante. Subrayo esta última palabra, ya que hay una cifra de 900 personas heridas, desilusionadas y seguramente asqueadas. No hacía falta que nos embarcasen en algo inalcanzable, ya habíamos aprendido las lecciones anteriores y conocíamos sobradamente de qué iba el asunto. Sin embargo, han sabido orientarnos con suma habilidad hacia un laberinto del que será muy difícil salir. Ahora estamos, unos y otros, embarcados en algo que habíamos barajado como posibilidad, pero jamás como realidad: la desalentadora, triste y fatídica confrontación. Hay tantos humillados como orgullosos. Lo mismo con los resentidos y los arrogantes. La estampida ha barrido el más elemental intento de intercambio para la comprensión o, por lo menos, para permitir un resquicio que incluyera algo de juicio compartido. Por mi parte, solamente sé una cosa: la consabida y habitual troupe dedicada a la siempre intrincada política, con sus banderas nacionales, socialistas o independentistas han logrado llevar a cabo un objetivo: el de construir uno de los episodios más sangrientos, repugnantes, bochornosos y completamente carentes de lógica de la historia española y catalana. Tampoco quiero que los gritos desesperados sean silenciados por las multitudes descontroladas.