Señores, yo me voy de este país. Ingresaré en una universidad británica el curso que viene y realizaré allí mis estudios. Tres años de carrera y uno de máster, incluyendo prácticas de trabajo en una empresa desde el segundo curso. En cuatro años, obtendré carrera, máster y tres años de prácticas laborales. Se espera de mí que, a los seis meses de terminar mis estudios, me encuentre ya trabajando junto con el 92% restante de mi promoción. El Estado británico me prestará el 100% del valor de mis estudios. Yo tendré 30 años para devolvérselo, siempre y cuando mi salario supere las 21.000 libras anuales. Ese es el sueldo mínimo que el Estado británico espera que perciba un graduado. El Reino Unido apuesta por mí. También lo hacen otros 13 países europeos donde podría estudiar de forma gratuita o casi gratuita, y entre los que se encuentran los países nórdicos, Alemania o Francia. En cambio, ustedes, señores, no apuestan por mí. No apuestan por ninguno de nosotros. La educación en España es cara. Desgraciadamente, tampoco encajo en su sistema de becas. Así que está claro que no apuestan por mí ni por mi futuro. Y si por cualquier motivo decido quedarme a estudiar aquí, ¿qué me esperará al término de mis estudios? Lo más seguro es que una cuenta corriente muy menguada y, con suerte, un trabajo mileurista muy por debajo de mi preparación universitaria, un empleo en el que marchitarme y que no me permitirá siquiera acceder a la compra de una vivienda, ni al pago de un alquiler. Señores, adiós, yo me voy, aquí se quedan. Mi futuro está fuera de España. Quizá regrese algún día, quizá cuando ustedes apuesten por mí, por todos nosotros.