Hace unos días presenciaba cómo un grupo de niños de entre 10 y 12 años se reía de un muchacho con discapacidad intelectual. La mirada que les lancé sirvió para que frenaran las burlas, pero mientras caminaba hacia donde me dirigía me invadía un sentimiento de impotencia, rabia y angustia y me preguntaba a mí misma: ¿qué clase de educación estamos inculcando a nuestros hijos? En ocasiones, tendemos a prejuzgar a las personas solamente por su apariencia física o por las ideas preconcebidas que tenemos hacia algunas categorías impuestas socialmente, como el hecho de ser discapacitado. Sin embargo, todos y cada uno de nosotros tenemos diferencias que nos hacen únicos, todos tenemos limitaciones e incapacidades que en un momento dado nos impiden realizar algunas acciones en nuestra vida cotidiana y no por eso dejamos de ser personas y queremos ser tratadas con respeto y dignidad. Las personas que tienen alguna discapacidad --prefiero utilizar el término diversidad funcional-- también lo son; no son diferentes a los que formamos parte de esa normalidad puramente estadística: tienen derechos, piensan, sienten..., como todos los demás. Los adultos, los padres, tenemos la responsabilidad y la obligación moral de transmitir a nuestros hijos los valores del respeto, la igualdad y la solidaridad hacia los colectivos más vulnerables. No olvidemos que a lo largo de nuestra vida todos estamos expuestos a ver mermadas algunas de nuestras funciones, por ejemplo, por un accidente de tráfico, una enfermedad, una caída fortuita..., y en un abrir y cerrar de ojos dejaríamos de formar parte de esa normalidad estadística. El crecimiento personal depende de nosotros mismos, nos ayuda a ser mejores personas y a que mejore lo que nos rodea. De nosotros depende evolucionar como seres humanos.