... Al salto, claro. Bajo mi estricto punto de vista, de cazador de bajo fuste, de escopeta, botas y perro, es la caza por antonomasia. Ya sé que habrá muchos que me restituirán argumentándome que donde esté un buen aguardo de palomas, o la caza del conejo con podencos, un ojeo bien montado, una buena montería, o cualquier otra modalidad cinegética, que se quite lo demás; pero el libro de los gustos tiene las páginas en blanco, como dicen en mi tierra, y para mí, la perdiz salvaje sigue siendo la reina -¡qué digo la reina, la emperatriz!- de la caza, en todas sus modalidades, y su máxima expresión es el ribero, con el perro a la vera.

Esta tierra nuestra es pródiga en riberos adustos, de cuestas vertiginosas y monte cerrado, donde la perdiz cuenta con defensa más que suficiente ante el cazador, además de aprovechar con ancestral sabiduría las ventajas que le ofrece el terreno.

El cazador que quiera meterse en el ribero en pos de las perdices, que se vaya preparado, porque va a pechar con cuestas, regatos y cortados que, en muchas ocasiones, pueden llegar a poner en peligro su integridad física.

No hay que decir que cada ribero es radicalmente diferente al otro, y que las querencias que ya manifiestan las patirrojas por sí mismas se acrecientan en el ribero, donde se vuelven volubles, caprichosas y engañadizas.

Conozco riberos que se cazan en horizontal, es decir, paralelos a la línea del río que los marca y da nombre; pero también conozco riberos que se cazan en vertical -esto es, en perpendicular a la cuenca del río-, y otros que tienen que ser cazados en cuarteles, casi cerro por cerro. Hay algunos que deben ser cazados de arriba abajo, y otros al revés, de abajo a arriba. Y, en fin, hay algunos que no hay manera de cazarlos, así te pongas como te pongas.

Por tanto, el conocimiento del terreno que pisamos es, si cabe en el ribero, más imprescindible que en cualquier otro caso. Y dicho conocimiento debe combinarse con el número de escopetas que vayamos a afrontarlo y los perros con los que contemos.

Y, un aspecto que muchos suelen olvidar, pero que adquiere trascendental importancia en estas lides: el aire; de nada nos sirve tomar todas las precauciones habidas y por haber, porque la dirección y la intensidad del aire varían de un cerro a otro, rebotando en las faldas y costanas, caracoleando por las rendijas de los regatos, cuando estás metido en harina, allá abajo, en las profundidades de la cárcava.

Por descontado, una escopeta sola tiene harto difícil cazar en ribero con éxito, aunque yo haya conocido a algunos andarines capaces de dar auténticos recitales en solitario en un ribero determinado que conocen como la palma de su mano.

Si ha de cazarse solo, yo recomendaría cazar en vertical, cogiendo la media falda de la solana de cada regato que baje hasta el río, para volver a subir por la siguiente, siguiendo la dirección del viento. Y, en caso de que sea imposible por la distancia, cazar cerro a cerro, despacio y por la umbría, buscando la sorpresa en cada asomada. Pero, en fin, esto es hablar por hablar...

Para mí, la medida justa oscila entre tres y cuatro escopetas, y no más de tres perros. Sería lo ideal que cada cazador llevara su perro, y cada perro su cazador, pero como eso es difícil, el cazador que lleve perro debe ir en medio de la mano, moviendo el terreno para los demás compañeros; y, si hay algún perro más, que vaya con la mano, una mano que tendrá que ir necesariamente muy adelantada, y que deberá marcar la pauta de los demás.

Y ya nos metemos en faena. ¡Dios mío!, esos días decembrinos de esta Extremadura nuestra, preinvernales, de helada rotunda y viento calmo, con un cielo de un azul insultante y todas las ganas del mundo por delante.

Vete ligero de ropa, que te va a sobrar toda cuando estés en lo más bajo del coto, y cálzate con esas botas ligeras que no se calan, y que se te adaptan perfectamente a tu pie, porque el trajín va a ser de los que hacen época. A primera hora de la mañana salen de tu boca fumarolas blancas de vaho, y notas todavía el relente de la noche recién acabada. El campo bulle de alegría y tú tienes toda la mañana para ti.

Si tienes un buen perro a tus pies, déjale que se desfogue, pero contrólale sus carreras: le van a hacer mucha falta las fuerzas a partir del mediodía. Y compóntelas para bajar pausado y subir aprisa, porque es en la subida donde la caza no lucha contra ti, sino contra las cuestas que tienen dificultades para poder sobrevolar.

El vuelo de la perdiz en ribero es diferente: más vibrante y rotundo, menos hueco, más sonoro. El zurrido de su salida es estremecedor, aunque lo oigamos a cien metros, su aleteo más frenético, su huida es fugaz. Muchas veces no las veremos, así salgan a cinco metros de nosotros, y otras las escucharemos a nuestras espaldas.

La perdiz de riberos no tiende a disgregarse tan fácilmente del bando como las de los altos. Duermen a media costana muy cerca de los altos, con salida fácil hacia los bajos, lo más intrincado del monte, en caso de peligro, y es una andarina consumada. Por ello, es fundamental que los compañeros de caza estén perfectamente coordinados, porque en el ribero tirará más no el que más perdices levante, sino el que vaya a su lado.