THtablaba hace unos días de la caza de la perdiz en ribero, de las dificultades que debían afrontarse, y de que era muy difícil que una sola escopeta pudiera hacer mucho en una batalla de estas características. Y, sin saber por qué, releyendo ese artículo, se me vino a las mientes el recuerdo de un día de caza, de hace cuatro o cinco años, de los que te dejan poso en la memoria y a veces, cuando pintan bastos, los recuerdas pensando que cualquier tiempo pasado fue mejor.

Mis amigos Juan Borrasca y José Mostazo me invitaron a compartir un día de caza con ellos en La Marquina, una finca de solana al lado de Santa Marta de Magasca, que durante cerca de dos lustros cacé domingo tras domingo en compañía del no menos amigo Antonio Javaloyes.

La Marquina es una finca alargada y estrecha, que mezcla llanos y ribero a partes iguales e ideales, y con perdices repartidas y aquerenciadas a los altos de los cerros. Pese a la buena pinta del cazadero, su trasteo es complicado, y hay que saber darle con tino para sacarle provecho, a sabiendas de que habrá días que se den holgados, y días que nos quedaremos bocas y sin que nuestras escopetas hablen. Pero es muy de mi gusto.

En La Marquina he pasado, pues, ratos deliciosos, junto a días negados. Me ha caído agua y he sudado en La Marquina; acumulé bolos y éxitos, y le hice kilómetros sin medida: conocía el lugar. Y precisamente ese conocimiento del terreno fue lo que me dio gloria este día que paso a relatar.

Era un día de diciembre, muy cercanas ya las Navidades, de esos de los que a mí me gustan: helada de respeto, sol en todo lo alto, y casi nada de aire. Por fas o por nefas, decidimos separarnos y cazar cada uno por su lado, por lo que me vi de repente en terreno de nadie, solo y con todo el campo para mí, únicamente acompañado de mi perrita Chica , una bretona ya por aquellos entonces vieja, pequeñita y vivaracha, sumamente dócil, corta de vista y dotada de unos vientos prodigiosos.

Me cogí, pues, la linde de La Solana, camino del ribero, dejando a mi derecha toda la finca. Esperaba en los altos encontrarme con algún bichejo, pero no, el campo parecía mudo y deshabitado. Y entonces tiré de experiencia, giré a mi diestra y me encaminé sin rodeos a la Fuente de José Emilio, en pleno corazón del coto, justo a medio camino entre el chozo del cabrero y el río. Y a partir de ahí, empecé a subir hacia el Cerro del Aguila.

Logré, por fin, y ya a media mañana, dar con un bandito apañado de perdices. Y como hacía calor y no tenía prisa, me di un respiro y empecé a tomar consideración de la situación: estaba solo, con quinientas hectáreas alrededor, y con unas perdices resabiadas que me iban a torear, pero a las que estaba dispuesto a darles el calentón.

Y así lo hice: les buscaba las costuras volándolas de abajo a arriba sin rodeos, y volviendo sobre ellas de arriba abajo con la táctica del caracol, rodeándole su cuartel. A cada vuelo, si bien no se separaban, más pronto se dejaban caer, y más iba yo cercándoles el campo. Era un pulso de poder a poder, sabedoras ellas que mientras no se separasen podrían conmigo, y sabedor yo de que mientras no me metiera frente a ellas desde arriba, me aguantarían sin pasar a la otra finca; les buscaba el matadero, allá rodeado de tomillares y pizarras y les iba dando coba en el engaño.

La perra, vieja y resabiada, con la experiencia que dan años y tiros, me seguía la jugada, y movía siempre el terreno que me sobraba hacia fuera de la linde, sin corretear a lo tonto, con su morro siempre al suelo, a no más de veinte pasos de mí. Pareciera que cazaba a su aire, pero en realidad estaba desplegando sus artimañas.

Un vuelo hacia arriba, todavía largo: hay que tener paciencia. En el cuarto vuelo, otra vez hacia abajo, ya las vi separarse. A todo esto, llevaba casi dos horas jugando con ellas, y ellas conmigo, y el tiempo se me había ido en un santiamén. Y entonces, desanduve el camino andado, me situé por debajo y les di una vuelta de caracol para meterlas en el tomillar junto a la casa del cabrero, libre de encinas y carrascas.

La una y media en el reloj. Era el momento; yo lo sabía y la perra también. Dejé que se refrescara un momentito y acometí sobre ellas. Todo sucedió en un cerro, en un solo cerro, y ahora le tocaba a la perra hacer su última faena. Una tras otra, me voló siete perdices, le tiré seis y le maté cinco. Todo en no más de media hora, y sin moverme más allá de diez hectáreas.

Fue un placer ver a la perra concentrada, reposada y cuajada. Era un gozo ver cómo desdeñaba otros rastros para ponerme, morro al viento, justo el bicho en mejores condiciones. Resultaba increíble comprobar cómo sabía cobrar la perdiz caída, para volver sobre una nueva postura una vez el cazador estaba dispuesto. Magnífico instante.

Cuando me presenté en la casa con esta percha ni mis amigos daban crédito a sus ojos. Yo casi tampoco. Y desde su veteranía, Chica nos miraba socarrona. Y a solas el amo y la perra, ésta dio una lección de cazar como no he vuelto a ver en un perro desde entonces. Dar con un bando, trabajarlo, desmenuzarlo y reducirlo a la mitad no es pastel que se dé cada día. Recordando días de estos, la caza fetén cada vez me sabe a menos.