TDtesde tiempos inmemoriales, las jornadas cinegéticas de un cazador vienen marcadas por grandes alegrías producidas por pequeñeces, unidas a fiascos innumerables que todos borramos de nuestra cabeza cuanto antes mejor. Pero el fracaso de los fracasos es volver a casa con la percha vacía; esto es, como dice Don Miguel Delibes, los días de no caza: los días de bolo.

Hablo, por supuesto, de la caza menor, porque el bolo en las monterías es el pan nuestro de cada día, y lo verdaderamente difícil en este tipo de caza es triunfar y conseguir no sólo un blanco, sino un buen trofeo. Pero en la caza menor, el bolo pesa, y pesa mucho, se digiere mal, sienta peor, y se multiplica si, además de no matar, no somos ni siquiera capaces de tirar.

Cuando hablo de bolos viene siempre a mis mientes el recuerdo de un gran compañero de mi padre, ya fallecido, que gustaba de apuntar con minuciosidad contable los gastos varios que cada domingo le suponía salir al campo para ir de caza.

Era un gran tirador y mejor persona, y en uno de esos días en que se quedó a verlas venir, y que encima le había tocado a él aportar su coche, echando cuentas de gasolina, desayunos, tortillas, cartuchos y demás, en un silencio de la cuadrilla exclamó resignadamente: ¡qué caro me ha salido hoy el bolo!

Por descontado que no son iguales los bolos en cada una de las modalidades que nos permite practicar la caza menor. Así, yendo de palomas, recuerdo días con mi padre de excepcionales tiradas, mezclados con días de moderado chorreo, y un sinfín de mañanas sin ver un solo bicho.

En estos días era frecuente -en aquellos tiempos- la entrada libre a muchas fincas en los puntos más dispares, de modo que más que cazar, lo que hacíamos era kilómetros de una punta a otra de la provincia, horas en coche sin ton ni son, y vuelta a casa inventándonos que explicación podiamos dar a la familia.

Si el bolo se produce en el reclamo la cosa siempre tiene explicación: los pares andan todavía fríos; ya se ha pasado el celo; el reclamo no dijo este pico es mío.., y cosas por el estilo.

De otro lado, en su época y con buenos instrumentos, hay cazas que difícilmente nos proporcionan un bolo; así un coto de conejos bien dotado, o una cazata de tórtolas en los pasos querenciosos de la media veda, o un paseo a las codornices suelen dar buenos resultados. Por no hablar del ojeo, que, salvo en el caso de que no esté bien organizado -lo que no suele ser usual-, el irse bolo es una auténtica invitación a colgar la escopeta.

Pero los bolos que de verdad pesan son los de la caza ordinaria al salto. Y aquí hay muchas circunstancias que agravan o atenúan la sensación de fracaso. Así, es decepcionante el no tirar nada; cabrea en grado sumo que los otros compañeros sí que maten y tú no seas capaz de colgarte nada; y defrauda hasta la desesperación el volver a casa bolo hasta de ver: esto es, pegarte una caminata de unas cuantas de horas y no sentir al campo, observando cómo tu perro te mira preguntándote a qué puñetas le has sacado es el colmo de los bolos.

Y todavía si hace bueno, te queda la satisfacción de haber ganado un poquito de salud con un gratificante paseo por la naturaleza; pero si encima te toca lidiar con uno de esos días cenicientos, plomizos, fríos y desabridos con que nos suele obsequiar el invierno, no nos queda otro remedio que poner al buen tiempo buena cara, y consolarnos pensando que quizá la próxima vez la cosa no pinte en bastos.

*Sociedad de Cazadores de Cáceres