La humedad y el sol de estos primeros días de marzo ha animado el desarrollo exuberante de la vegetación en las riberas de los ríos y los arroyos, de los encinares y de las laderas de los cerros. Es tiempo de espárragos; de ese apreciado tallo verde que durante siglos ha aderezado los guisos de los moralos y de muchos otros extremeños.

Eran las nueve de la mañana. Estábamos absortos en los horribles manteles rojos de las mesas del bar cuando llegó Benito, que iba a espárragos. Hablábamos de los asuntos del día y, como era habitual, de los últimos enredos políticos del municipio. Después de invitarle al café, que nos sirvió el camarero con su habitual templanza, nos instó a acompañarle.

Él iba bien preparado, con vestimenta propia de campaña militar y nosotros más para la visita del médico. Me había comprado unos excelentes zapatos de piel en Muñoz y no tenía intención de sacarlos en los campos inundados. Pero el amigo nos habló de un lugar recóndito en el espadañal donde había grandes y muy hermosos espárragos. Le dije que nos acompañara a casa para cambiarnos de indumentaria, pero pareció entrarle la prisa.

Yo no tenía mucho ánimo, pero Juan manifestó interés animándome. Al final nos embarcamos en una mañana de espárragos.

Juan llamó por teléfono a su señora y le dijo que no hiciese comida hasta su llegada: para comer una sopa de espárragos y para redundar en el manjar, una tortilla de lo mismo. Y me invitó a comer, invitación que acepté gustoso.

Ya teníamos planificado el día en el ocio y la manduca. Montamos en su coche y tras bordear la rotonda de la Parrilla pronto alcanzamos los encinares del espadañal. Nos adentramos por un camino tortuoso y aparcamos bajo la penumbra de una encina. Mi anfitrión sacó de la guantera una navaja y dos cuchillos, más propios para cortar tocino que para seleccionar los finos tallos, que nos puso en las manos. Después Benito dirigió el trazado a recorrer. A nosotros nos señaló una zona limpia de arbustos hacia el este y él, con la sierra de Gredos de frente, se internó en una parte arbolada.

Fuimos recorriendo los troncos de los encinares. Yo no veía las esparragueras y las que descubría Juan se hallaban la mayoría tronchadas por los pies de esparragueros precedentes y desnudas de sus tiernos brotes. Y así, durante casi una hora larga inclinando las espaldas junto a los espinosos vegetales, fuimos tanteando hasta que alcanzamos una zona más arbolada y el tronco de una gruesa encina, donde escuchamos al otro lado del árbol un leve jadeo. Eran leves y entrecortados gruñidos. Intuimos la presencia de un jabalí u otro animal agazapado. Empuñamos los cuchillos con firmeza y los dos, muy sigilosos, fuimos acercándonos y bordeando el tronco, hasta que sorprendentemente nos encontramos con un mozo de edad, tumbado junto a la encina, masturbándose animadamente.

Cuando nos vio asomar con los cuchillos, el individuo, soltando su enderezado miembro, se puso en pie y salió corriendo mientras intentaba subirse los pantalones. Al vernos con las afiladas hojas debió imaginar que ibamos a cortársela así que se perdió de vista rápidamente.

Cuando Juan y yo volvimos a encontrarnos con Benito junto al coche y nos preguntó que cuántos habíamos cogido, lo único que se nos vino a la mente fue el pene del sujeto que hallamos en la encina. Espárragos sólo habíamos visto uno, le dijimos, pero había salido corriendo.

Estuvimos con Antonio y José en el jardín y les contamos lo sucedido. En el espadañal siempre han salido buenos espárragos, concluyó Antonio. éste parecía no saber lo que estaba diciendo.

No hubo sopa de espárragos, ni tortilla; y lo que es peor la invitación que me fue hecha para comer, quedó suspendida.