Nos presentaremos: somos un pequeño grupo de personas, que aunque nos conocíamos desde siempre --en los pueblos todo el mundo se conoce--, fue el ambiente soleado de este pequeño jardín, frente a la fachada del edificio Comillas, lo que nos unió. Es el más céntrico, donde además de recibir la caricia solar en los días de invierno, o el frescor vegetal de las mañanas de verano, podemos observar el devenir urbano.

Algunos ya estamos jubilados, otros vamos camino, alguno es más joven, pero también maduro. Vemos pasar las horas de esta pequeña ciudad, la de tantos como nosotros. Antonio, Juan, Manuel, José, son algunos de nuestros nombres, pero ninguno es el verdadero. A parte de padecer la edad, arrastramos dolencias y otros problemas físicos que nos han llevado a ese pequeño oasis urbano buscando cierto sosiego. Nos hemos alzado al pavimento de esta entrañable plazoleta ajardinada, que nos separa del acerado de la calle, para convertirnos en espectadores de la bulliciosa actividad de esta activa urbe, tras largos años formando parte de los créditos protagonistas. Ya solo nos queda ver, observar, analizar aquello que una vez fuimos. Solemos sentarnos en los bancos de hierro de espaldas a los parterres donde se resiste el césped a crecer. Antonio está jodido. Le tienen que laborar en la parte baja. "Me están destrozando el culo ", exclama de vez en cuando. Se refiere a las almorranas. Se pone unos cartones para evitar el frío que transmiten los asientos metálicos de los bancos. "Como no me operen pronto, se van a quedar ahí agarrás ". Juan es el mayor del grupo, también el más achacoso. Su aire taciturno siempre le envuelve y nos desespera con sus pesares. Manuel dice de él que desde que nació, allá por los años veinte en las laderas del Cerro, se ha pasado la vida enfermo de algo. Son tantas las medicinas que toma que, como dice Antonio, el día que se muera lo hará muy mejorado. No podemos hablar de enfermedades en su presencia, las ha padecido todas. Prefiere que no le identifique; ninguno de mis compañeros quiere manifestar su identidad; dicen que en Navalmoral no es bueno ser muy conocido. Enseguida te acentúan, te fijan como a un sello sin valor postal. El que no es nadie es el que más vale.

Desde el banco vemos pasar a los moralos, a los forasteros, a los que entran y salen de sus casas, de las tiendas, de los bancos, de los bares; van y vienen, te saludan, a veces no. Esta mañana pasó el alcalde, nos ha saludado, aunque no se para, también pasó la concejala Ángela Miguel, ésta saluda y se detiene a nuestro lado a ver si pilla alguna noticia. Dice Antonio, al respecto, que al alcalde le ha salido un forúnculo difícil de operar, con las malas relaciones que ambos mantienen. Lo fácil es dialogar, cuando todo han sido palabras mal aireadas. Todo se sanea, casi todo. José tiene problemas de gases; dice que desde pequeño. Juan dice que es inevitable cuando se ha pasado la vida salteando cocidos y alubias y vino con gaseosa.

Cuando llueve, no todos, algunos vamos al bar Orleans. Ha subido mucho la bebida, pero es una delicia contemplar el vigor y la destreza de la hostelera. Son muy buenos los pinchos. Hace unos días, mientras masticábamos torreznos vimos pasar por la cristalera a la teniente de alcalde. Juan pregunta qué son esos estudios de protocolo que ha recibido en Barcelona. Antonio asegura que enseñan a sentarse en la mesa, a no sorber la sopa...y a no eructar delante de los invitados, cortó Juan. Sin duda, dijo José, el alcalde quiere enviarla a la boda del príncipe Felipe. Continuara....