Aleluya. Los cuentos de Joy Williams están, por fin, a disposición del lector en castellano. Nunca es tarde. Quien se tenga por buen lector de cuentos breves hará bien en correr a la librería y hacer acopio de estas 700 páginas para las vacaciones. O para toda la vida, porque una de las cosas que nadie discutirá a estos relatos es su condición de memorables. Literalmente: su lectura deja muescas en la memoria. Tal vez sea porque, en términos generales, se asientan en una cotidianeidad de corte realista para recibir, en muchos casos, el asalto de algún elemento posible y verosímil pero levemente surreal: una chica va a la cárcel en La misión por conducir bajo los efectos del alcohol. Lo primero que hace el agente que la detiene es preguntarle, muerto de risa, si es consciente de que podía haber matado a alguien. Al bajarse del coche, ella se dio cuenta de que había «atropellado» unas cuantas lápidas en el cementerio.

Otras veces son los diálogos los que nos sumergen en esa especie de ambiente flotante, extraño pero reconocible a la vez. Diálogos en los que gente más o menos normal mezcla sus comentarios anodinos con observaciones inesperadas que llevan la conversación por derroteros fascinantes, como en La última generación, donde una conversación sobre el amor propicia la mención de Cumbres borrascosas, para saltar de ahí al relato de una paliza que supuestamente le dio Emily Brönte a su perro Keeler y de allí... A donde Joy Williams quiera. Probablemente será un lugar en el que aparezcan familias, perros y coches, tres categorías omnipresentes en sus relatos.

Hasta ahora, sabíamos de ella por las tres novelas traducidas con mucho mérito en Alpha Decay y por una serie de informaciones más bien abstractas y de orden legendario: es hija de un pastor congregacionista, ha llevado siempre una vida nomádica, aunque regresa con frecuencia al Maine de su infancia porque allí viven su hija y su nieta, escribe a máquina... En fin, ese tipo de vaguedades que contribuyen a acrecentar el personaje, cosa que Williams, a sus 77 años, no necesita. Los relatos incluidos en el volumen se han escrito a lo largo de 40 años. Es una selección: 33 escogidos por ella de sus colecciones anteriores y 13 de estricta novedad.

Es prácticamente imposible resumir los argumentos, los temas de sus cuentos. En cambio, resulta algo más fácil presentar las columnas centrales de su edificio literario. La primera es su dominio de la elipsis: no se nos muestra lo que ocurrió, sino un retrato de las consecuencias que ha tenido. La segunda es la piedad. «Después de Flannery O’Connor -dijo Williams en una entrevista- lo que define un buen relato es el momento de piedad que se le ofrece a los personajes. Que ellos lo acepten o no, o incluso que ni siquiera se den cuenta, es irrelevante». La tercera columna es una mirada que, por la vía de la tragicomedia, pone sobre la página al mismo tiempo la insignificancia de la vida humana y la enorme ternura que inevitablemente nos despierta.