El Colegio Mayor Francisco de Sande muestra una exposición muy esperada para los que hemos seguido la trayectoria de Basilio Piñas. Organizada por la Diputación de Cáceres, es la segunda de un pintor cuyo escaso exhibicionismo ha tenido que vencer siempre la certeza de haber dado un paso más, de haber avanzado.

Conocí a Basilio Piñas hace veinticinco años. El había acabado medicina y yo iniciaba filología en Cáceres. Tuve la fortuna de coincidir con Basilio en una de aquellas tertulias donde se sufragaban éticas con estéticas, y los excesos estaban obligados a mantener buenas relaciones con el hambre. Así tomé contacto con su pintura sin énfasis, muy al margen de lo que se estilaba por entonces: un arte distante y jeroglífico que todos abrazábamos por necesidad de admiración. Su pintura, por el contrario, respiraba impronta, naturalidad, aunque no fuese una pintura sensata. El dominaba intuitivamente todos esos pormenores fascinantes que interesan a los que, como yo, sólo teníamos por delante una vasta necesidad de desentrañar el mundo y, al tiempo, la precaución de salvaguardar los misterios que el arte y la literatura contienen.

Sus cuadros incurrían una y otra vez en las penalidades humanas, pero nunca dejaban que éstas se convirtieran en figuras de una barraca de feria. El las pintaba con pasión y oficio. Mi acercamiento a los temas de Basilio Piñas, desde luego, fue un repertorio de preguntas sobre la forma en que el pintor saca de sí mismo lo que debe legar a la definición de lo humano. Era, y sigue siendo, un perfeccionista. Lo apunto como simple curiosidad, por no dejar atrás ni un ápice del asombro que me produjo, a principio de los años 80, aquel pintor de Aldeacentenera que venía a Cáceres como un Robinson Crusoe, con un conocimiento propio.

Esa forma de radicalismo, en una época en que todo era cultura, me aportó una referencia que aún hoy considero viva, y por la que le estaré siempre agradecido. Por eso y por su amistad, naturalmente. Quizá él no sepa cómo curar las heridas que aparecen en sus cuadros, o aclarar esos paisajes abisales, o exponer la utilidad de sus maquetas, pero sabe intensificarlos hasta hacer que fulguren. En eso consiste la pintura. No otra cosa ha de pedírsele a un pintor: que, si no puede pintar, pinte. Los que le conocemos y le hemos seguido desde su exposición de 1989, en Badajoz, mantenemos una especie de apego crepuscular a la figuras de sus telas.

Esas figuras siguen diciendo que, pese a toda la hermenéutica de que ha hecho acopio el arte del último siglo; pese a que la pintura haya convertido a los hombres y mujeres que nos rodean en símbolos inaccesibles, la mirada de quien los pinta es, por encima de todo, humana y sentimental. Incluso el pintor más original sigue siendo parte de lo que pinta. Muchos pintores ponen su pintura a salvo de la realidad, de la verdad, pero aún hay algunos que se compadecen de lo que ven y aplican a ello el realismo menos realista que existe: la propia y forzosa toma de postura. Es lo que hace de Basilio Piñas un indagador de evidencias.