El melodrama fársico Los Gemelos (Menecmos) de Plauto, tiene mucho de ese determinado teatro latino frívolo, cuya característica principal es el enredo en la acción -que ha sido modelo constante de la comedia de personajes dobles- basado en el puro juego escénico de chistes, gracias y gags de gran inspiración y magnífico sentido del espectáculo. La obra, cuyo argumento asentado en los equívocos producidos por la aparición de dos gemelos, que no saben uno del otro, y que provocan que los demás les tengan por la misma persona, constituye también una sucesión de tipos que forman parte de la sociedad romana donde aparecen reflejados los valores morales de este momento histórico.

La versión presentada en el teatro romano, de Miguel Murillo (autor de reconocido talento y compromiso) y de Tamzin Townsend (directora reconocida por sus varios éxitos comerciales), se ha decantado -aliviando reproducir la jerga más ordinaria del texto clásico- por potenciar sólo el sentido de la medida cómica, actualizándola en el planteamiento escénico, tal vez pensando que la superficialidad de la obra y el esquematismo de los personajes impidan cumplir la función moralizante y eminentemente social características de la buena comedia. Por consiguiente, la versión está necesitada de una mayor ambición textual en el desnudamiento que opera generalmente en el melodrama fársico, que objetivamente puede sacar a relucir la crítica, la denuncia, de las miserias humanas.

El montaje escénico, de la Townsend, es una especie de cóctel teatral-musical-circense con ingredientes artísticos que se amalgaman o complementan -no obstante su apariencia antagónica o contradictoria- en furioso y vital conjunto (el de querer mostrar desde el principio una ciudad enloquecida por personajes grotescos, sin lograrlo). Pero que nada aporta a un conflicto de baja intensidad. La parte espectacular de acróbatas y bailarines --coreografiada por Cristina D. Silveira-- resulta atractiva pero no acaba de cuajar. Y lo peor, no logra salvar los baches del ritmo quebrado que origina, afectando a la interpretación del texto. Es innecesaria y, además, no encaja dentro de la estética del marco incomparable. Te recuerdan, junto a la alegre interpretación teatral, a una variante circense de la revista vodevilesca del teatro español del periodo franquista, que en el teatro romano, demandante de esencias grecolatinas, deja mucho que desear.

La parte que interpreta el texto rezuma comicidad, sobre todo en la segunda mitad (y a partir de la genial y espectacular entrada del actor Pedro M. Martinez): personajes bien caracterizados físicamente, acciones imaginativas, cuidado vestuario moderno, refinada ambientación musical y luminotécnica y, sobre todo, especial manejo de la técnica caricaturesca ligera, que trasciende en los gags con actuaciones propias de los clowns. Realmente, el público no se ríe de lo que dicen los textos sino de los gags payasescos animados por una sugerente música popular en directo.

La escenografía es otro pegote más de los que afean el monumento -que no se aprovecha debidamente-. Y los actores con una plástica a la que nada hay que reprochar responden bien al enredo propuesto, destacando el citado Martínez (el viejo), verdadero malabarista del humor en esta obra circense. En definitiva, un espectáculo de humor payasesco sin intencionalidad que funciona espléndidamente con los espectadores que sólo buscan entretenimiento. Pero un espectáculo con el atractivo envoltorio en que la cultura industrial ofrece sus mercancías, más apto para representarlo en el Teatro La Latina que en Festival grecolatino.