Durante esta última semana, los americanos han tomado las calles para protestar contra lo que su presidente está haciendo, que no es otra cosa que cumplir lo que prometió, sin importarle un carajo si es legal o no es legal, si es ético o no lo es. Han acudido en masa al JFK Airport de Nueva York, han rodeado a un grupo de musulmanes para permitirles rezar, han dado dinero y han ofrecido las llaves de la sinagoga y de la iglesia en Victoria, Texas, lugar en el que una mezquita ardió hasta los cimientos, pero los mashaf (es decir, el Corán es uno y los mashaf son la expresión escrita del Corán) se salvaron.

«He construido un muro entre lo que creo y lo que es verdad. He sacrificado el amor que tenía por poder sobre ti. He caminado sobre los débiles. He puesto una pistola en la boca de los que se atrevieron a hablar. Qué pasa si me equivoco».

Eso lo canta Damien Rice en una de las letras más personales, más turbadoras y más íntimas que se han escrito jamás. Porque además, dice que eso, que todo eso, lo ha hecho él (lo hemos hecho todos) en un día normal, corriente, un día como tantos otros. Pero también está la pregunta, que además da título a la canción: What if I’m wrong.

Y así, perdidos en el espacio entre las preguntas y las dudas, andamos los demás. Los que ejercemos el poder solo donde podemos: con los más cercanos, de múltiples maneras, pero que, al tiempo, somos capaces de pedir perdón, de ocupar los espacios públicos, de intentar colaborar, de preguntarnos: What if.

Quiero creer, le dije a un amigo en Nueva York, que si yo hubiera vivido en el tiempo de la abolición de la esclavitud, estaría con los abolicionistas. Quiero creerlo, le dije, pero no lo sé. Porque la persona que soy ahora, en este siglo XXI, ha crecido rodeada de estímulos que, si no la han hecho ser mejor, al menos sí la han enseñado a cuestionar. A saber que hay leyes que son muy legales, pero no son éticas. A conocer la desobediencia civil desde los tiempos de Henry David Thoreau. A valorar la amistad que te transforma, te define y te conforma, en sentido literal, desde el momento en que Don Quijote y Sancho Panza se metieron en una cueva y lucharon contra molinos. A cuestionar los sistemas que hemos creado, como hace Contra la democracia o como hizo Dickens con la judicatura en Casa desolada. Pensar en el vacío de los desaparecidos, como hizo Rubén Blades, como ha hecho Sara Uribe. Instrucciones para contar muertos, se llama su poema.

Uno, las fechas, como los nombres, son lo más / importante. El nombre por encima del calibre de / las balas.

Dos, sentarse frente a un monitor. Buscar la nota / roja de todos los periódicos en línea. Mantener la / memoria de quienes han muerto.

Tres, contar inocentes y culpables, sicarios, niños,/ militares, civiles, presidentes municipales, migrantes,/ vendedores, secuestradores, policías./ Contarlos a todos.

Nombrarlos a todos para decir: este cuerpo podría / ser el mío.

El cuerpo de uno de los míos.

Para no olvidar que todos los cuerpos sin nombre / son nuestros cuerpos perdidos.

Me llamo Antígona González y busco entre los / muertos el cadáver de mi hermano.

La muerte del padre, como la contó Shakespeare. La igualdad, como nos la mostraron Harriet Beecher Stowe, Harper Lee, Mark Twain. La guerra que retrató Esquilo. La pobreza de quien solo come perritos calientes, pero son felices a su modo, que nos contó Clarice Lispector. Las maldades del mundo en los círculos de Dante. El peligro de no saber qué se desea realmente, de ser peor de lo que crees que nos lanzó a la cara Tarkovski en Stalker. Emily Dickinson buscando una vida que dejó.

Puede que ver Dos colgaos muy fumaos nos evada de la realidad. Pero no lo van a hacer nunca ni Jimi Hendrix, ni Carlos Cano, ni Víctor Erice, ni John Ford ni Kafka y su proceso ni José María Pou, ni Pandur, que se nos fue muy pronto, ni Bieito, que me habló de Zinn por vez primera. Zinn, ese señor que dice que, cuando se firmó la Declaración de Independencia, los grandes hombres de la patria se olvidaron de incluir a las mujeres, a los indios, a los negros.

Yo, lo confieso, a pesar de todas las sombras de todos los gobiernos, siento envidia por la apropiación de un espacio público que en España se ha reducido a las terrazas en los bares. Echo de menos esa reivindicación del poder que tiene la gente como entidad colectiva (eso que nos enseñó, también, El eternauta) porque, ya saben, un hombre solo, una mujer, así tomados de uno en uno, son como polvo y no son nada.

Ningún cambio es posible sin violencia. Ni los internos (una no sale igual después de ver bien Centauros del desierto -y digo exactamente: después de ver bien-) ni los externos: pensemos tan solo en los derechos laborales, en el voto de la mujer. La cultura subvierte, retuerce, te golpea. Es cualquier cosa menos desconexión. Puede que no te haga mejor persona, no lo sé. Pero al menos te fuerza a preguntarte: qué pasa si mantengo todos estos esquemas inamovibles y me atrinchero y me pertrecho y jodo a otros y luego resulta que estoy equivocado.