David Trueba ha puesto mucho de sí mismo en el protagonista de Tierra de campos (Anagrama), un músico que quiere enterrar a su padre en el pueblo donde nació. Al igual que él, Trueba fue un niño de Estrecho, popular barrio de Madrid donde en los 70 no nacían muchos artistas precisamente. La quinta novela del cineasta, escritor y periodista es ficción, sí, pero también una certera y divertida clase de historia que nos dice de dónde venimos como país.

-Tierra de campos es un homenaje a las generaciones anteriores. El protagonista veinteañero mira las manos de su padre, que de joven ya había arado mucho y vivido una guerra mientras que las suyas «solo habían servido para hacerse pajas».

-Es un libro sobre el reencuentro; cómo dos cosas opuestas -un agricultor y un músico- no están tan lejos como creemos. Venimos de ahí y somos lo mismo. Le hemos puesto teléfonos móviles a nuestra vida, pero no hemos resuelto los conflictos importantes. Durante muchos años, con mi padre y con abuelos y padres de amigos, me he preguntado cómo era posible que personas tan tiernas pudieran matarse en una guerra. Cuando veo lo fácil que es construir el odio, la agresividad y la violencia, pienso que no eran tan raros. Todo eso no fue fruto de su ignorancia sino de una manipulación constante para llevar a la gente a un enfrentamiento. Y puede volver a suceder, solo hay que ver lo que ocurre con los refugiados. «No hay que recibirlos. Los americanos primero. Los españoles primero...». Cuando yo tenía 15 años, daba vergüenza que alguien dijera eso en público. ¿Qué hemos hecho para que ahora se diga y se ganen votos?

-En la novela menciona a una locutora de radio que arenga a los alcaldes para no contratar al músico después de escribir una canción de sacerdotes pederastas. ¿Está en peligro la libertad de expresión?

-En mi juventud, nadie quería ser autoritario ni franquista. Salíamos de eso y se produjo un magma de gran libertad en la televisión, la literatura, el cine y la vida. Y nadie se sentía ofendido. Ahora veo que hay una dictadura de las costumbres y un miedo a no ser popular, a que te cierren el negocio. La amenaza del boicot, por ejemplo. Esto se ha llamado siempre fascismo.

-¿Lo que se hizo con la última película de su hermano Fernando, La reina de España, o con El guardián invisible?

-¿Pedir que se boicoteen? Claro que es fascismo. Tú puedes decir «jamás voy a consumir esto o lo otro», pero lo que no puedes hacer es arengar bajo la excusa más peregrina de todas, que es decir que el patriotismo español es bueno y el patriotismo catalán, marroquí o estadounidense, malo. Lo de mi hermano no me pareció que fuera el motivo del fracaso comercial de la película, ni mucho menos. Sería concederle demasiado poder. Pero la actitud del boicot es muy peligrosa. La gente tiene derecho a decir lo que piensa, incluso a equivocarse, y a que no se la persiga por ello. Yo no pienso como mi hermano. Me fui con 20 años de España y cuando volví pensé que tenía que adecuarme a mi país. Lo lo he discutido con él muchas veces y le digo que los demás países no tienen nada que envidiar al nuestro.

-En la novela habla de un vídeo de Nina Simone que tiene en internet infinidad de me gusta y cuatro no me gusta. El protagonista se pregunta: ¿quiénes son, de dónde salen, por qué odian?

-Hay un concepto en las redes que me perturba: el concurso de Miss España constante. Dejemos de sentirnos aterrados porque no somos Miss España. Yo no compito. No se puede ser la más guapa o el más guapo todos los días. Somos artistas, pero nuestra obligación es ser nosotros y aceptar que hay gente a la que no le gustas. No sometiéndonos a votaciones diarias.

-«No se te ocurra hacerte mayor», le dice el protagonista a su hija. Es una frase que yo les he dicho muchas veces a mis hijos. Que no tengan prisa por hacerse mayores.

-Ahora, con dos años, ya tienen que ir a clases particulares de inglés... Yo no fui al colegio hasta los siete años, y es una de las claves de mi vida. Eso sí, mi madre era ama de casa y hacía su vida: planchar, fregar, cocinar y escuchar Radio Nacional. Y yo lo hacía a su lado. Oía en la radio cosas que un niño de mi edad ahora no oiría. En mi casa se veía la película que mis hermanos decidían, y tú estabas ahí. Eso no te roba la felicidad, lo que te roba la felicidad es convertirte en un oficinista del violín o de los estudios.

-¿Por qué nos hemos vuelto locos con la estimulación de los niños?

-Una vez, un amigo pintor y yo fuimos a una reunión del colegio de nuestros hijos. Él le preguntó a la directora cuáles eran los planes para la enseñanza artística. La mujer dijo: «Aquí no queremos al próximo Pablo Picasso, sino al próximo director del FMI», que era Rodrigo Rato en ese momento. Así nos va.