El debut de George Clooney como director no puede catalogarse precisamente de cómodo. A diferencia de otros actores que han pasado al otro lado de la cámara corriendo los mínimos riesgos --resulta paradigmático el caso de Robert Redford, que en su primera película, Gente corriente, asumió los modos del melodrama telefílmico--, el último galán con empaque de Hollywood ha orquestado una película sobre un personaje difícil escrita por un guionista obsesionado con los vericuetos narrativos.

El personaje en cuestión es Chuck Barris. A mediados de los años 60 irrumpió con fuerza en el medio televisivo con una serie de programas prototípicos de la telebasura y los concursos sentimentales cuyo eco continúa siendo profundo en nuestra cultura catódica.

El escritor ideal para desarrollar cinematográficamente este material humano era, sin duda, Charlie Kaufman, creador de los peculiares entramados argumentales con los que los dos mesías del nuevo videoclip, Spike Jonze y Michel Gondry, se han iniciado en la realización fímica (Cómo ser John Malkovich, Adaptation, Condición humana...).

Pero las indudables virtudes de Confesiones de una mente peligrosa no deben rastrearse únicamente en la atractiva extrañeza del personaje, muy bien interpretado por el australiano Sam Rockwell, ni en la imaginativa construcción narrativa y temporal, repleta de calculados agujeros negros, ideada por Kaufman.

Clooney pone también mucho de su parte. Su puesta en escena es febril e imaginativa, acorde con los vaivenes del relato asimétrico habituales en los guiones de Kaufman, con la propia estética televisiva que sirve de marco a la historia que narra.