Se cumplen hoy diez años de la desaparición de uno de los extremeños más universales del siglo XX, Wolf Vostell. Sí, he dicho extremeño porque, pese a haber nacido en Leverkusen y muerto en Berlín, Vostell se vinculó a esta tierra en 1958 y de ahí, hasta su muerte, nunca dejó de amarla, como amaba a su mujer Mercedes, cacereña por los cuatro costados.

Sin Vostell no puede entenderse el arte de vanguardia de la segunda mitad del siglo XX, y fenómenos tan radicales como el Fluxus, el happenning, el dé-coll/age o el enviroment/ambiente. Vostell fue un creador único e irrepetible, uno de esos escasos ejemplos de alguien tocado por la genialidad en múltiples campos.

El hablaba de que el primer happenning que vivió fue el bombardeo que presenció, siendo niño, bajo un árbol en Checoslovaquia. La guerra, el holocausto y sus horrores marcarían su personalidad y su obra para siempre. Sin la aportación personal y única de Vostell no puede entenderse el arte del Dopo Auschwitz, el tremendo dolor y el desgarro plasmados en creaciones que inquietan y desconciertan al espectador, que le hacen reflexionar sobre aspectos metafísicos.

La estética de la destrucción lo acompañó toda su vida, en sus fases evolutivas, como un algo indescriptible de lo que no podría librarse. En 1959 introduce una televisión en una de sus obras. Se convierte, así, en el padre de la videcreación, que hoy es una de las principales vías de expresión artísticas, y en la que él se sentía particularmente cómodo.

El lenguaje de Vostell es único y personal, no sólo en las artes plásticas, escénicas o visuales, sino también como escritor, una de sus facetas más desconocidas. Recientemente, tuve el privilegio de traducir su obra al portugués. Parecía un ejercicio simple, al inicio, pero buscar los términos concretos para esas frases lapidarias, verdaderas sentencias lacónicas, arriesgadas y valientes, se convirtió en una obsesión casi matemática para no caer en el engaño del traduttore traditore.

Cuarenta años de la vida de Vostell lo vincularon a Extremadura. El declaró los Barruecos Obra de Arte de la Naturaleza y allí se empeñó en levantar en 1974 un lugar cultural (que acabó siendo uno de los museos de arte contemporáneos más importantes de España) donde el arte de vanguardia tuviera su casa. Pudo haberlo hecho en cualquier sitio, pero eligió Malpartida de Cáceres. En ese lugar quería Vostell que conviviesen el arte y la vida, la naturaleza y el hombre. A ese lugar acudieron de su mano, y siguen acudiendo en su memoria, grandes nombres del arte del siglo XX. Su sola enunciación sería prolija.

Vostell, artista del hormigón y el reciclaje, extravagante creador con pinta de rabino, el extremeño más alemán desde Carlos V, el hombre a quien tanto debe Extremadura nos dejó hace diez años, pero sigue con nosotros a través de su obra, de su recuerdo, de su Museo Vostell Malpartida y de su viuda, Mercedes Guardado, la gran artífice de que el genio se convirtiera en un extremeño universal.