"¡Escena 22, toma 1!". Grita la ayudante de dirección, cae la claqueta, se escucha el obligado "¡acción!", retruenan los tambores, se encienden las carretillas. Scarlett Johansson muda la sonrisa nerviosa de pánico que le produce el fuego y comienza a andar con Rebecca Hall sobre unas cintas blancas pegadas en el suelo. Mientras, la cámara las sigue en un trávelin de apenas 10 metros. Se trata de una escena de transición en la que las dos actrices, que interpretan a unas turistas estadounidenses de vacaciones en Barcelona, pasean ante la basílica de Santa Maria del Mar en pleno correfoc. 20 minutos después, acaba la larga jornada de trabajo: han sido más de 11 horas al pie de la cámara.

Allen, apagado, declina la invitación del propietario del bar La vinya del senyor para tomar algo tras la filmación y enfila el camino del hotel con su mujer sus hijas y el séquito que le acompaña estas semanas. Todos ellos han asistido al breve rodaje en el que el director combina vida familiar y laboral. Allen, ausente, no hace caso a los vecinos que se asoman al balcón; también es verdad que los espectadores no gritan su nombre ni levantan un "¡oooh!" de admiración como el que dedican a la actriz cuando aparece en la plaza.