A uno de mis amigos, un tribunal franquista le juzgó hace muchos años por la Ley de Vagos y Maleantes. Pasó su época docente sin tocar a sus alumnos, no fuera a ser que, Como ahora en Estados Unidos, que un niño de tres años te abraza y el profesor tiene que poner los brazos en alto como si le estuvieran atracando. No vaya a ser que. Nunca le he preguntado quién le delató. No fue a la cárcel ni le pusieron una multa, eso sí lo sé. Solo sé que le juzgaron. Se largó de España. Fue la primera persona con la que hablé de temas que me quedaban muy lejos entonces: qué pasa con los gays en la tercera edad y en las residencias, por qué no hay identificación sexual desde pequeñito, por qué esa sensación de no encajar con nadie.

El silencio es el arma más violenta que existe.

Hasta que el primero de mis amigos no salió del armario, los gays no existían. Luego ya sí. Luego una comienza a leer, a leer mucho, a ir a Berkana cada vez que va a Madrid (esa librería nos ha cambiado la vida a tantas personas...) y se entera, tarde ya, de la relación de Vicente Aleixandre con Carlos Bousoño (la de Zenobia y Juan Ramón sí nos la contaban en el colegio) o entiende por fin a Cernuda. Porque, en España, el país del macho ibérico y la mujer con la pata quebrada y en casita, el único maricón siempre ha sido Lorca.

Es siempre el heterosexual el que dice cómo ha de ser el homosexual. Si tiene que tener pluma o no. Si se puede casar o no. Si le pueden o no condenar a muerte. Eso lo aprendí con Didier Eribon. Porque después llegó todo lo demás: que Ricardo Llamas me demostrara que el homófobo es machista porque cree que el gay no es suficientemente hombre y, por ende, es como una mujer y, por ende, es inferior y, por ende etc. Conocer los matrimonios de Boston. Hablar de las apropiaciones de la palabra homosexual y gay. Y comenzar a visibilizar a las mujeres lesbianas. Porque las mujeres lesbianas llegan después. Porque les pasa lo que a todas las mujeres del mundo: que no se las ve. Djuna Barnes, Virginia Woolf, Gertrude Stein, Alice B. Toklas, Carson McCullers.

Sigo creyendo en el poder transformador de la lectura y el cine y el teatro (hace relativamente poco, estaba de gira La decisión de John, de Teatro del Noctámbulo, y hace algo más, Arco iris, de Juan Copete, por hablar solo de las extremeñas). En los institutos se utiliza el libro La edad de la ira, sobre adolescentes, que aborda el tema de la homosexualidad y con el que Fernando J. López fue finalista del premio Nadal. Al final, uno escribe de lo que conoce y dibuja lo que conoce y el resto lo lee porque leer siempre ha sido un refugio.

Leer es de maricones. Eso le dice su padre al protagonista de Cómo acabar con Eddy Bellegueule. Llamas y Francisco Vidarte (lo que te echamos de menos) también lo mantenían: sin estudios sociológicos hechos, decían, estaban completamente convencidos de que los gays (y uso "gays" como genérico) leen más, porque en algún lado han de refugiarse y en algún sitio han de buscar reconocerse. Corydon, de André Gide; Pompas fúnebres, de Jean Genet; Los muchachos salvajes, de William Burroughs; los poemas de Safo; Orlando, de Woolf; La ciudad y el pilar de sal, de Gore Vidal; Sendas equívocas, de Stefan Zweig; Muerte en Venecia, de Thomas Mann; El hijo del legionario, de Aitor Saraiba; El mismo mar de todos los veranos, de Esther Tusquets; El cuarto de Giovanni, de James Baldwin. Los clásicos.

Desde inicios de los años 80 hay en Estados Unidos cátedras de estudios gays y lésbicos. Casi 50 años después de los disturbios de Stonewall, un bar del Greenwich Village (el más literario y musical de Nueva York), un chico ha entrado en otro bar, en Orlando, ha matado a medio centenar de personas y no sé cuántos días después, el FBI se planteaba la hipótesis de que fuera un crimen homófobo, un crimen de odio, y no uno terrorista (como si no pudieran ser las dos cosas a la vez). Adrienne Rich sostenía que la homofobia proviene del reino de la heterosexualidad obligatoria como única experiencia sexual legítima, posible y pensable. Ese reino de la heterosexualidad es el que hace, por ejemplo, que a un niño de tres años le asignemos una novia en la guardería cuando desconocemos todo sobre su identidad sexual o que no le vistamos de rosa, que no deja de ser un color más. Y Louis George-Tinn mantiene que tiene el mismo origen profundo que el pensar que la identidad masculina se basa en el dominio más o menos suave sobre la mujer.<p< Escribo esto porque creo que el lenguaje es también violencia, como sostenía Toni Morrison y porque confío, también, en el poder transformador de la palabra. Leer consigue que tengas otras vidas, que dejes a los demás construir su propio discurso y no el discurso dominante (es algo que ya reivindicó Léopold Sédar Senghor hablando de la literatura de los países colonizados una vez consiguieron la independencia legal --para la otra quedan siglos aún--) y, sobre todo, escribo porque han matado a gente que estaba en un lugar seguro. Y porque quedarse callado es apretar el gatillo.