¿Qué hace un juglar como yo en un escenario como este?, parecía preguntarse Rafael Alvarez ´El Brujo´ en su introducción, tratando de defender la --¿incoherente?-- participación de su espectáculo en un festival donde el público perspicaz sabe distinguir las diferencias entre rapsodas y juglares. Y nos recordó que eran las mismas cavilaciones del Nóbel Darío Fo el día que actuó en el romano con su ´Rosa fresca y altísima´, ese misterio bufo de siempre. Explicó El Brujo que la función estaba justificada porque en la obra, llena de "misterios del hombre", aparecía sin aparecer Pilatos. Un bromazo en exceso resbaladizo de este gran histrión (comediante purísimo), que también es un cachondo y un mago improvisando rápidas ´metáforas´ con eficaces piruetas verbales anacrónicas, que en este caso solo sirven para fomentar esa ansiedad e ignorancia de la organización por ofrecer diversidad de estilos, niveles y procedencias (muchas de oscuros intereses comerciales o estrategias de marketing) que en los últimos años han despojado al festival de auténtica personalidad grecolatina, dejando al espectador abrumado y desconcertado.

´El evangelio de San Juan´, de El Brujo, es un espectáculo espléndido que ha funcionado en Mérida a pesar de dejar de lado la singularidad del monumento romano y de no garantizar todas sus cualidades, que quedarían mejor para ilustrar en los Festivales Clásicos de Cáceres y Alcántara. En el teatro romano tuvieron sentido ´La dulce Casina´ y ´Anfitrión´, de Plauto, éxitos anteriores de El Brujo y camino inequívoco de un festival que quiere realzar "las esencias grecolatinas", según había expresado su director responsable (si no se trata, por lo advertido, de un ejercicio de hipocresía).

La representación, otro monólogo inscrito en el ámbito propio de la juglaría latina, que cierra una trilogía de temas que han dejado significativa huella sobre la memoria y la imaginación popular, es un trabajo ingenioso y de gran valor intelectual, basado en los comentarios de Xavier León-Dufour --que organiza la exposición de este evangelio según los signos-- y en las antiguas técnicas de transmisión oral utilizadas por Fo. El Brujo --autor, director, actor-- logra sacar jugo a la exégesis de estos misterios (desde el Bautista hasta la resurrección), introduciendo un lenguaje humorístico personal altamente descriptivo y un estilo poético lleno de vibraciones inéditas. Todo con intención desacralizadora de la utilización que ha hecho la Iglesia a través de los siglos, pero con delicado respeto y sincera emoción a la figura de Jesús.

El espectáculo, sin escenografía, se apoya en el trabajo del actor. El Brujo que llena la orchestra --casi único lugar de actuación-- con su dinámica mental, destreza física, voz portentosa y aptitud de transformación mágica, consigue meter al espectador en un puño. Lo hace con una particular intencionalidad que desborda --con cierta base didáctica-- al autor teatral, al enriquecer la función con comentarios y gags sobre la analogía que determinadas situaciones del evangelio tienen con la actualidad. Es un recurso de Fo --aquí menos incisivo-- que ha funcionado ante la falta de cultura bíblica ("¡Si, si, reíros, pero aquí hay teología!", dice casi en ´grammelot´ el actor, sobre su humor inteligente).

La obra discurrió inundada de ideas ricas y de un espíritu juguetón y libre del actor, digno del mejor estímulo. Se lució también la sugerente música y cante --de matiz flamenco-- acentuando, clarificando e ilustrando contenidos (sobre todo al inicio donde el juglar aparece como salido de una rutilante máquina del tiempo). Los puntos débiles se dan en el juego de interacción con el público --logrado por J. Margallo en ´La Paz´-- y en la plétora de improvisaciones --los reiterados guiños al alcalde emeritense, el debate con cierto público ´sordo´, etcétera-- con un arsenal de recursos que, a fuerza de ser muy fieles a si mismos, huelen ya a estereotipo.