Conmemoramos las muertes y no los nacimientos (salvo el primer niño del año) porque, cuando alguien muere, ya sabemos cuánto dio de sí y a los demás. Esta semana despedíamos a Tzvetan Todorov, miembro de la Academia Europea de Yuste desde 2008, cuando tomó posesión del sillón Rousseau durante la ceremonia de entrega del Premio Carlos V a Simone Veil. En Extremadura habló de la unidad y de la identidad. Ese mismo día se le comunicó que había ganado el Príncipe de Asturias de las Ciencias Sociales. La identidad de Europa, mantenía, se basa «en la renuncia de la violencia». Faltaban aún muchos años, casi diez, para que el continente abandonara todo el respeto a los Derechos Humanos y sus países comenzaran a no cumplir las leyes que ellos mismos se otorgaron. No: Trump no ha sido el único que no deja entrar.

El extranjero no solo es el otro. Eso dijo una vez quien fue el niño que nació en Sofia y que estudió bajo el régimen comunista búlgaro y a los veintitantos decidió largarse a París y ser un desplazado. Nosotros y los otros, El miedo a los bárbaros, La conquista de América: la cuestión del otro... El ellos y nosotros, base del discurso enemigo siempre (musulmanes y cristianos, israelíes y palestinos, hutus y tutsis, violentos y demócratas), fue uno de los centros de su obra. Uno, decimos, porque escribió sobre arte, lengua, literatura, historia. «Todos los países establecen diferencias entre sus ciudadanos y aquellos que no lo son (…). Los extranjeros tienen el deber de someterse a las leyes del país en el que viven, aunque no participen en su gestión. Las leyes, por otra parte, no lo dicen todo: en el marco que definen, caben los miles de actos y gestos cotidianos que determinan el sabor que va a tener la existencia. Los habitantes de un país siempre tratarán a sus allegados con más atención y amor que a los desconocidos. Sin embargo, estos no dejan de ser hombres y mujeres como los demás. Les alientan las mismas ambiciones y padecen las mismas carencias; sólo que, en mayor medida que los primeros, son presa del desamparo y nos lanzan llamadas de auxilio».

Todorov estudió y estudió: el arte (ciertas formas de arte), los campos de concentración, las diferencias entre totalitarismo y democracia... Y abominó del relativismo cultural. La tolerancia, sostuvo también, es muy hermosa, siempre y cuando tengamos en cuenta que hay cosas absolutamente intolerables. A saber: crímenes de honor, ablación, violaciones rituales por adulterio. Por ejemplo (qué curioso: todas atañen a las mujeres, por qué será). Casi todas las guerras que lidera Occidente, denunció, se presentan como si fueran humanitarias. Por eso no le gustaba la injerencia de los estados en otros estados, salvo en un solo caso: cuando se produce un genocidio. Entonces, sostenía, hay que hacer todo lo posible por evitarlo.

Quienes viajan intentando no llevar dentro demasiado del propio país saben que es más lo que nos une que lo que nos separa, que, si nos pinchan, sangramos y, si nos hacen cosquillas, nos reímos. Aunque, de vez en cuando, escupamos sobre el otro, declaremos una guerra, lo metamos en un campo de concentración: como a Etty Hillesum, una de las rebeldes que glosó en uno de sus últimos libros, Insumisos. Como a Germaine Tillion, que sí sobrevivió, no como Etty, y combatió el mal sin pretender ser un ángel del bien. Era etnóloga, también: descubrió que la opresión de las mujeres en Argelia era de origen preislámico. Cuando la internaron en el campo de Ravensbrück, escribió una comedia musical sobre los horrores y las desgracias que vivían allí. Tillion e Hillesum fueron personas, como Edward Snowden, que no querían vivir en un lugar en el que ocurren ciertas cosas y, definía Todorov, con un profundo amor a la vida y un profundo odio a lo que es capaz de infectarla.

Los que no somos héroes y no sabríamos si podríamos serlo, nos salvamos de la sumisión leyendo, porque la literatura nos ayuda a comprender nuestro universo y a organizarlo, yendo a museos (para Todorov, y estamos de acuerdo, Goya es un pensador tan importante como Kant) y escuchando música. Hace algunos siglos, unos alemanes fueron, los unos, alumnos y mentores de los otros. Se llamaron Johannes Brahms, Robert Schumann y Alexander von Zemkinsky. Schumann se había casado con una pianista, Clara, que era más famosa que él (él, debía de ser, para los titulares de la época, «el marido de Clara Schumann») y la amó tanto que le compuso una maravilla para violonchelo y orquesta. A ellos tres les dedica el programa la Orquesta de Extremadura, con la que debuta el primer español en ganar el Tchaikovski, Pablo Ferrández. Tiene solo 25 años y se le augura una carrera amplia: esta temporada visitará cuatro continentes y tocará con Anne-Sophie Mutter. Lo pueden escuchar en disco: lo grabó, está en Spotify. Pero es mucho mejor disfrutar en directo de este diálogo que compuso Schumann, porque en el diálogo está la base de lo que somos como sociedad: sea con notas musicales, con una copa de vino o leyendo a Todorov.