Es paradójico que el Festival, machaconamente declarado por su director como innovador, inicie este año su programación con una reproducción de la Fedra flamenca de Miguel Narros, representada en el Teatro Romano en 1990. Y lo que es peor, con menor vuelo artístico.

Narros, seguramente es el director teatral que mejor conoce las posibilidades que trasmite la tragedia griega -los estados de ánimo- en el arte flamenco. Lo había experimentado ya con Medea en Mérida y después, hace casi dos décadas, con su idea de Fedra , resumiendo y acomodando expresivamente los contenidos de los textos de Euripides, Séneca y Racine al modo de un espectáculo estructurado fundamentalmente con ese alfabeto de expresiones mediterráneas que nos reconcilia con las raíces culturales del flamenco. Fedra es una de esas tragedias de destrucción, tramada sobre un hecho universal persistente -el amor enloquecido de la protagonista-, que casan oportunamente con este arte.

Sin embargo, en la Fedra de esta edición, que acaso prometía más de lo que ofreció, ha resultado ser más de lo mismo: función de música y baile narrada con señas de identidad gitanas y de barrio, pantalones vaqueros y motocicleta incluida, como en 1990. Sólo ha cambiado el elenco y parte de la música y letras --que parece que se perdieron-- de Enrique Morente, sin inquietud por evolucionar. Porque tanto los actores como el compositor/cantaor no han sido lo suficientemente fervorosos para tamañas exigencias artísticas.

La representación que cambia el paisaje social y cultural griego por el del mundo gitano actual en una síntesis de caracteres que desborda el psicologismo del drama cotidiano para alcanzar los de la dimensión trágica, esta vez es más ininteligible y sólo se aprecia si se conocen bien los textos que han inspirado a Narros. Esto es un problema para la mayoría de los espectadores cuando, además, la tragedia no esta bien contada, ni en los textos de las canciones enlatadas de Morente --que parecen precipitados y embrollados-- ni en el programa de mano donde se ilustra con absurdos, talmente como que Teseo viene de cumplir "una sagrada misión: descender a los infiernos para rescatar a Proserpina" ¡Como se explica artísticamente esto, que no sucede, en una traslación de la obra clásica al mundo contemporáneo!

Las actuaciones, que no van más allá de los logros formales --de casi todos los "palos" al estilo Morente-- del cante y del baile flamenco en un espacio austero, logran en las escenas más relevantes brillantes momentos musicales (menos en la petenera que canta Carmelilla Montoya con voz cascada) y coreográficos --de Javier Latorre, sobre todo en el conjunto del coro--, trufados de relámpagos lorquianos en cuadros al estilo del musical americano, pero casi todo a medio camino de mantener la fuerza trágica y la belleza poética del espectáculo original, que antaño interpretó una exultante Manuela Vargas (su rostro y su cuerpo eran puro fuego bailando), irradiada con aquellos magnéticos haces de luz que hacían más estelar su presencia.

Lola Greco (Fedra) baila con buena técnica y refinamiento expresivo, pero le falta, en definitiva, garra en sus provocaciones a la hora de abrir el corazón atormentado que conduce sus pasos hacía el incesto del personaje, y más aún en un espacio tan grande como el teatro romano en donde el detalle se desdibuja y pierde entidad. Amador Rojas (Hipólito) y Alejandro Granados (Teseo) se mueven con más convicción en caracterizaciones de equilibrada sintonía con sus personajes. La asistencia de público el día del estreno fue muy escasa.