Es muy duro presenciar cómo permaneces día y noche sentada y sin moverte. A veces pienso que te has muerto y, que en vez de una mujer, lo que tengo delante es un fantasma o, peor aún, un cadáver.

Eso lo dice Enone, la nodriza de Fedra. «Lo extraño es que, según los médicos, no te sucede nada». No sabemos si en Grecia había depresión. Pero Fedra parece tener depresión. A veces, cuando una se siente acorralada, no huye: se queda inmóvil.

«Yo nunca había subido tan alto. Lo más arriba que había estado es cerca del lago, a la altura del templo. Pero, si se sigue ascendiendo río arriba, enseguida alcanzas la cumbre. Y, de golpe... De golpe toda la naturaleza se espesa, la sierra se llena de árboles y la cima de la montaña se convierte en un bosque por el que vuelan cientos de pájaros: aves silvestres que trinan melodías que parecen venidas de otro mundo. Y allí mismo, sin que lo esperes, un camino de agua va descendiendo hasta que se introduce, suave, por una grieta, una especie de abertura que hay entre dos rocas y que comunica directamente con el interior del volcán».

Esa es Fedra. Lo cuenta musitando. Nunca, ciertamente, había subido tan alto. Ni en una cama con Teseo, su esposo, con el que tiene un hijo, Acamante, que, sin embargo, no es el heredero. El heredero de La Isla del Volcán, donde reinan Teseo y Fedra, es Hipólito.

Hipólito no es hijo de Fedra. Cuando Teseo se va de nuevo a hacer política en la península, le dice a Hipólito que cuide de la reina. «Sé cariñoso con ella». Hipólito le responde que es difícil ser agradable con alguien a quien le repugna tu presencia, porque cada vez que va a darle un beso, le retira la mejilla y mira para otro lado. Ay, Hipólito, qué cuajo tienes, Hipólito, que a estas alturas de tu vida no distingues el rechazo del miedo a mover la cara para ofrecer la boca. Estuvieron juntos en el volcán y, cuando salieron, una parte de sí consiguió subirse a lomos del caballo, pero la otra se quedó atrapada en el interior de la montaña.

Y allí está, latiendo, el corazón de Fedra. Lo van a escuchar: Mariano Marín ha creado el espacio sonoro. En una obra de teatro hay varios espacios: la luz construye a los personajes (y aquí está el mejor: Juan Gómez-Cornejo, hombre culto donde los haya), la escenografía introduce al espectador (y la firma Monica Boromello —sí, sin tilde: es italiana—, esa mujer que metió el río Hidaspes en el teatro romano de Mérida y que aquí ha creado siete capas que son un útero, una vagina, un sexo, un clítoris que es un corazón, un pecho sangrante y todo lo que puedan imaginarse), la videoescena (un trabajo de Bruno Praena absolutamente exquisito) sugiere espacios también. Todo es texto, al final: la luz, los volúmenes, las proyecciones, la música, las palabras que ha escrito Paco Bezerra (qué bien escribe este señor) y hasta el hilo que une todo esto, que cose Luis Luque.

He visto varias obras de Luis Luque desde aquel ‘Alejandro Magno’, porque le entrevisté y nos hicimos amigos. Son estas ventajas que tiene mi trabajo. Se atreve con proyectos arriesgados, se compromete con equipos estables (trabaja mucho con Boromello, con Bezerra lleva siete obras) y es dúctil. Conozco la ebullescencia de su proceso de creación y aquí, además, se ha rodeado de los mejores. Desde la música de Mariano Marín al vestuario, un trabajo delicadísimo de Almudena Rodríguez Huertas.

En el escenario, una Lolita que asombra si uno solo la ha visto haciendo casi de su madre en ‘La Asamblea de las Mujeres’. La acompañan Tina Sáinz, que es magnífica, eso ya lo sabemos, y que se estrena en el teatro romano, lo que Eneko Sagardoy, al que pudimos ver en la película ‘Handia’. Sáinz es Enone (Bezerra ha recuperado este personaje de la ‘Fedra’ que escribió Racine) y Sagardoy es Acamante, el hijo de Fedra y Teseo, al que interpreta, con toda esa presencia y esa voz, Juan Fernández.

Luis Luque y Bezerra nos cuentan que Eurípides escribió una primera Fedra, una Fedra perdida, que se atrevía a dar rienda suelta a la pasión que sentía por su hijastro. La presentó a un concurso, pero los espectadores la denostaron. Así que cambió el final y la convirtió en la Fedra decorosa que hoy conocemos. Esta Fedra es aquella mujer que quiere amar, sea quien sea y tenga la edad que tenga el objeto de su amor.

Pero las historias de amor a veces son peligrosas. Destrozan familias, revierten el favor de un pueblo si uno es gobernante consorte, logran que tu hijo no te entienda y se aparte de ti. A veces uno se debate entre quedarse con quien conviene o amar a quien va a arrasarlo todo y te deja con vida, pero distinta, incompleta, herida, vagando. Si hubiera que ponerle más música a esta Fedra, podría hacerlo José Alfredo Jiménez, que le cantó a todos los desgarros como nadie jamás. Porque el amor a veces desgaja. Y el magma de La Isla del Volcán, que es el de Fedra, se solidifica fuertemente cuando se enfría. ¿Qué precio hay que pagar si una quiere sentir libremente, caiga quien caiga, incluso aunque sea ella la primera en hacerlo?