La fuerte impresión, como de luz estroboscópica irrumpiendo en plena noche, que tuvo este crítico leyendo Las chicas es muy parecida a la que tuvo leyendo otro majestuoso debut, Las vírgenes suicidas. Son novelas casi gemelas, a pesar de que el género y el número que define el punto de vista narrativo son opuestos (en la de Jeffrey Eugenides, masculino y plural; en la de Emma Cline, femenino y singular): ambas recrean un periodo capital de la historia reciente norteamericana (esa década prodigiosa que abarca desde el estallido de la contracultura hasta el estallido de la paranoia); hablan de la adolescencia como etapa traumática en la formación de la identidad y del deseo; están atravesadas por un lirismo entre seco y arrebatado; ambas intentan aproximarse al misterio de lo femenino.

Evie, la protagonista y narradora, podría ser una virgen suicida. Casi lo es, literalmente: porque en la comuna hippie en la que se hace, de golpe, adulta, también muere algo en ella. La novela de Emma Cline es demasiado sofisticada para decirnos que ese algo es la inocencia. Al contrario, Evie narra lo que ocurrió ese verano del 69, cuando ella tenía 14 años e intentaba huir de una madre torpe e insegura, y de una amiga leal a las ceremonias de apego y rechazo propios de la pubertad, desde la sabiduría de haber descubierto el odio que le servía de combustible; es decir, de haber descubierto que nunca fue inocente, y que probablemente nadie lo es.

¿LA FAMILIA MANSON?/ Que Las chicas esté inspirada en los célebres asesinatos rituales de la familia Manson es, más que un argumento de venta, una maniobra de despiste. Al principio puede sorprender que Russell, el gurú de la comuna, esté tan desdibujado, ocupe un puesto tan secundario en el relato, teniendo en cuenta que las expectativas del lector crecen alrededor del hecho real, de la factura histórica de esos crímenes en el imaginario colectivo. Pero el título de la novela no deja lugar a dudas, y una de sus virtudes es revelarse, al menos en su dimensión documental, como una suerte de anticlímax. No es que Cline eluda el morbo, porque, en cierto sentido, las palabras de Evie, que rememora su experiencia en el rancho décadas después, desde su estatus de testigo ocular ahora convertida en paria, están empapadas de sangre. De sangre, de sudor, de olor a basura. El estilo de Cline es sensual, físico, como corresponde a la fascinación, a la idealización luego matizada por la reflexión y la decepción, de una chica enamorada.

La secta de Russell no es más que otra forma de patriarcado. Más allá del carácter simbólico de sus crímenes -el enemigo interior instalado en el corazón de América, el comienzo de la era del miedo- ese es el aspecto que más interesa a Cline, que retrata a las figuras masculinas desde el desprecio que Evie siente por ellas. En el centro de la novela hay una bella, dolorosa historia de amor que explora la complejidad del deseo femenino, oscilante entre lo etéreo de sus efluvios y lo violento de sus manifestaciones. Cline describe la relación entre Evie y Suzanne, la chica sucia y seductora que la atrajo a la comuna, en la mejor tradición de la literatura gótica, desde un romanticismo no exento de pulsión de muerte. Y en ese peligro se sustenta el impacto, la sorpresa, de una primera novela extraordinaria, escrita con el suave empeño de quien escribe la definitiva. H