No es ninguna novedad afirmar que el cine de Terry Gilliam se ama o se detesta. Es difícil quedarse en un plano intermedio. No obstante, y eludiendo lo visceral, se pueden apreciar, y gozar, buenos momentos de gran cine, esplendorosas imágenes, su facilidad pasmosa para bordar las escenas. Y por otro lado hay que reconocer su tendencia al confusionismo y la desmesura. Esto es lo que cabe aplicar, una vez más, a su nueva película, Tideland , proyectada ayer en la sección competitiva del festival de San Sebastián. Es uno de sus filmes más radicales y provocó que parte del público desertara de la sala.

El ex-Monty Python presentó hace un par de semanas en Venecia Los hermanos Grimm , que se acaba de estrenar en España. Siete años sin estrenar nada, una vez fallido su proyecto sobre el Quijote, y ahora dos películas de golpe. Así le va a este personaje singular y necesario, que no se corta un pelo al hablar.

Tideland tiene un arranque potente, hipnótico. Luego va llegando el caos. La cinta narra la historia de una niña, única hija de unos padres yonkis. Asiste a su padre (gran Jeff Bridges) cuando se inyecta heroína y contempla con increíble normalidad la muerte por sobredosis de su madre. Jodelle Ferland interpreta este personaje con asombrosa naturalidad. Se merece de largo el premio a la mejor actriz.

Tras indicar que los Monty Python están tan muertos como los Beatles, afirmó: "Tengo 64 años y acabo de descubrir el niño que hay en mí. Gracias a este filme, he podido jugar a las muñecas por primera vez". También reveló que, según su esposa, siempre hace la misma película.

La otra cinta en concurso fue la eslovena De fosa en fosa , un retrato costumbrista de este país, realizado de modo desigual por Jan Cvitkovic. Hay humor y ácida sátira en este relato, aunque también una desagradable escena de sadismo que se podía haber obviado.