Los documentales musicales sobre artistas consagrados suelen ser meros ejercicios de nostalgia, basados en la combinación de viejas canciones e imágenes de archivo con bustos parlantes que ofrecen recuerdos y anécdotas. Que Grace Jones: Bloodlight and Bami es otra cosa queda claro desde su prólogo. «Nunca paréis la acción… seguid adelante», exhorta desde arriba del escenario su escultural protagonista, la cantante y modelo (e icono de estilo y reina del disco y chica Bond y provocadora y esfinge...) Grace Jones, y empuja así a la película al mismo estado de movimiento permanente que ha definido su propia vida.

Presentado en el Festival de Toronto (TIFF), el documental es una sucesión de escenas grabadas en vídeo digital a lo largo de los últimos 11 años que acompañan a Jones en su día de día, pavoneándose en habitaciones de hoteles de lujo en Moscú y Tokio y Nueva York, o meciendo a su nieta, o gruñendo en el estudio de grabación. La vemos compartir recuerdos alrededor de la mesa con su familia, en Jamaica, o luciendo tacones y máscaras y sombreros durante los conciertos, o desayunando con champán en París y engullendo ostras frescas mientras comenta: «Quisiera que mi vagina estuviera así de prieta». En el proceso encaja como un guante en la definición de diva, aunque ella deteste la palabra: «Diva, leyenda, mito… ¿qué demonios es eso?», se pregunta frente a un grupo de periodistas en Toronto. «Yo no soy una diva, soy Jones».

Fachada andrógina

Pero, ¿quién es Jones? ¿Cómo es la mujer oculta tras la rutilante fachada de andrógina reina guerrera? La película reconoce que para eso no hay respuesta. La directora Sophie Fiennes incluye cameos tanto del diseñador gráfico francés Jean-Paul Goude, colaborador y excónyuge, como del hijo que tuvo con él, Paolo, pero en general no nos da pistas sobre el estatus sentimental, su vida doméstica, sus reproches y ambiciones o sus opiniones políticas. Sí se nos ofrecen destellos de un trauma: los abusos que Jones sufrió durante la niñez a manos del segundo marido de su abuela. «Eso me dejó secuelas, sin duda», confiesa. «El sexo siempre me ha hecho sentir culpable. Y me cuesta llegar al orgasmo, mucho».

Un documental más convencional habría caído en la tentación de recordar a su heroína durante su auge en los años 70 y 80, cuando ejerció de maniquí por el mundo o de cabeza visible de la new wave o de estrella de películas como Panorama para matar o Conan el destructor. Jones compartió noches en Studio 54 con Andy Warhol, rechazó un papel en Blade Runner y tuvo un romance con Dolph Lundgren, el escolta sueco a quien ayudó a transformar en actor de éxito y con quien rompió a punta de pistola («todos los hombres debería ser penetrados analmente, así sabrían lo que nosotras sentimos»), sentencia ahora a modo de reflexión sobre la vida en pareja. Y organizó las mejores fiestas, con las mejores drogas. «Pero yo me he tomado mucho menos de lo que la gente piensa», nos confiesa ahora. «Nunca me ha gustado la cocaína, y sin embargo siempre tuve fama de cocainómana. Cada vez que iba al baño había un rebaño de gente que venía tras de mí».

Para los fans, la gran baza de Bloodlight and Bami son sus números musicales: una selección de hits como Slave to the Rythm, Warm Leatherette, Pull Up to the Bumperm, La Vie En Rose y My Jamaican Guy en los que vuelve a quedar claro que, en directo, Jones es un espectáculo inigualable a pesar de que tantos otros artistas traten de emularla. «Todas esas cantantes me dan un poco de pena, porque todas son iguales, y todas quieren parecerse a mí. Lady Gaga está obsesionada conmigo», sostiene. «Y no tiene sentido que me imiten, porque Grace Jones sigue aquí». Y aquí seguirá, asegura, inmune al paso de los años aunque esté a punto de cumplir los 70. «En realidad nadie sabe cuántos años tengo; hay hasta tres cifras distintas circulando por ahí. La realidad es que no tengo edad. Soy eterna».