Pese a que le dolía, Ursula K. LeGuin no se quejaba demasiado de que durante años la hubieran arrinconado en los terrenos de la literatura fantástica. Era una mujer de fuertes convicciones. Sabía que escribía literatura a secas y además estaba dotada de un gran ironía. La gran dama de la ciencia ficción murió este miércoles a los 88 años en su casa de Portland, en Oregón.

Muy joven, LeGuin quedó presa del estilo poético de Ray Bradbury y, especialmente, del lenguaje arcaico de J. R. R. Tolkien. A eso se unió su convencimiento de que la ciencia ficción era un arma excelente para interrogarse sobre el mundo, no tanto el del futuro como el que vivimos ahora. Hija de su tiempo y de su padre, un profesor universitario de Berkeley máximo experto en antropología, la autora heredó ese bagaje y llevó con inteligencia a sus historias todas las cuestiones candentes de los sulfurosos años 60: la emancipación femenina, la liberación gay, la ecología y las utopías ideológicas que cristalizaron en la nueva izquierda.

Como dato curioso, fue al mismo instituto que Philip K. Dick, otro grande del género (también con una K mayúscula en el middle name). La K. de LeGuin procede de su apellido de soltera, Kroeber. Pero no pueden ser más antitéticos. En Dick el mundo es un caos enloquecido y nosotros solo aportamos más confusión, mientras que los relatos de LeGuin están construidos para comprender el mundo y buscar la armonía.

Igualdad de sexos

Ella fue también una víctima de las contradicciones del momento, estudió en Radcliffe, el por entonces gueto femenino de Harvard, pero fuera de aquellos muros no encontró el reconocimiento igualitario que ella, como tantas otras mujeres del momento, luchaba por merecer. De ahí que su novela La mano izquierda de la oscuridad, aparecida en 1969, supusiera para muchas mujeres una parábola cristalina sobre la igualdad entre sexos, que abrió la puerta en décadas posteriores a toda una corriente feminista dentro de la ciencia ficción. La obra, que ganó los premios Nebula y Hugo y se convirtió en un clásico inmediato, muestra un planeta, Invierno, cuyos habitantes son asexuados la mayor parte del tiempo excepto en un periodo de celo en el que se convierten en machos o hembras dependiendo de su compañero/a. Esa fantasía le permitió a la autora, en un debate muy de su tiempo, cuestionar la biología respecto a nuestro rol social.

Mucho antes de que la canadiense Margaret Atwood publicase en los 80 el hoy tan de moda Cuento de la criada, LeGuin desarrolló ese tema de una forma menos virulenta y quizá más rica en conclusiones. Ayer, en un artículo necrológico publicado en The Guardian, Atwood se maravillaba de la capacidad anticipatoria de La mano izquierda de la oscuridad, novela que muestra un mundo dividido, una parte al mando de un personalista Rey Loco y la otra dominada por una fuerte burocracia. LeGuin conocía el futuro porque no es difícil reconocer en ellos a Donald Trump y Vladímir Putin.

Dedicada al ensayo

Su capacidad para inventar mundos era prodigiosa y ahí está la saga de Terramar (de la que ha bebido directamente J. K. Rowling) y El nombre del mundo es Bosque (el choque de una especie humana y otra mucho más evolucionada física y éticamente) y la que para muchos es su obra maestra Los desposeídos, quizá su novela más política porque explora la explotación del individuo en una sociedad totalitaria.

En los últimos tiempos la autora había dejado de escribir ficción y se dedicaba mayoritariamente al ensayo. Curiosamente, el mismo día en que se anunciaba su muerte la editorial Círculo de Tiza publicaba Contar es escuchar, una selección de artículos en los que pasa revista a sus grandes preocupaciones y en la que asegura que «la imaginación es la herramienta más útil que tiene la humanidad».