Considerada a grandes rasgos, la filmografía de Gus van Sant puede dividirse en dos categorías de películas: por un lado, obras que apuestan por la experimentación formal como Gerry, Elephant o Paranoid Park; por otro, dramas convencionales vehiculados por un obvio sentimentalismo, como El indomable Will Hunting o Descubriendo a Forrester. De Don’t worry, he won’t get far on foot, que presentó ayer a concurso en la Berlinale, podría decirse que se sitúa en medio de esos dos grupos o, concretamente, que recurre a cierta intrepidez formal para contar una historia tan lacrimógena que, de cara a su estreno, el precio de la entrada debería incluir un paquete de kleenex.

En ella, Van Sant narra el periplo del caricaturista John Callahan, que a los 21 años se quedó parapléjico a causa de un accidente de coche. La buena noticia es que la película no es un homenaje sensiblero y vocacionalmente didáctico al triunfo de su protagonista sobre la discapacidad, aunque Joaquin Phoenix se la pase casi entera en silla de ruedas y moviendo solo la cabeza, el cuello y en menor medida los brazos; la mala noticia es que es un homenaje sensiblero y vocacionalmente didáctico a su triunfo contra el alcoholismo. Sí, es lo mejor que el director ha rodado en la última década, pero eso no significa gran cosa.

Quizá la pega más inmediata que puede ponérsele a Don’t worry, he won’t get far on foot es que traiciona el espíritu de su protagonista. Al parecer el éxito artístico de Callahan se construyó sobre la mordaz irreverencia con la que sus viñetas trataban asuntos como el racismo, la homosexualidad o su propia discapacidad; pero los sucesivos segmentos de animación que a lo largo de la película van reproduciendo esos afilados chistes gráficos son solo el caballo de Troya a bordo del que Van Sant nos pasea hacia la catarsis emocional.

En el proceso, además, el único personaje diseñado para parecerse a una persona real es el propio Callahan. Todos los que lo rodean carecen de personalidad; su único objetivo es suministrar epifanías sobre la necesidad de perdonar y hurgarse en el alma y, en general, hacer una propaganda de Alcohólicos Anónimos tan machacona, y tan tramposa, que al salir del cine habrá quien sienta la imperiosa necesidad de tomarse un trago.

MAXIMALISMO NARRATIVO / El filipino Lav Díaz, que también presentó ayer su candidatura al Oso de Oro, trae a la Berlinale exactamente lo que se espera de él: Season of the devil es una película larga -cuatro horas; Díaz casi nunca las hace más cortas-, que medita sobre la historia de su país y que para ello recurre a una sucesión de largos planos en blanco y negro, la mayoría de ellos fijos. Pero ofrece una novedad: es un musical, aunque uno austero. No incluye coreografías ni acompañamientos orquestales, solo personajes que hablan canturreando. La adoración que la cinefilia tiene por Díaz probablemente garantizará a la película encendidos elogios pese a ser una obra notablemente inferior a The woman who left, por la que ganó el León de Oro en Venecia.